oy, con tanto indignado, vale la pena esbozar una genealogía del concepto de dignidad. El asunto abre una ventana al trabajo que tienen las izquierdas por delante, si quieren conseguir una fórmula de unidad que vaya más allá de una breve coyuntura, o de arreglos de cúpula.
La palabra dignidad deriva del latín dignus, que significa merecedor. Tener dignidad es ser merecedor de algún reconocimiento. Por eso, en el medievo, la dignidad se refería por igual a una cualidad noble que a los atributos que representaban un cargo. Todavía hoy, la palabra dignatario
se refiere a una persona que ocupa un cargo y que cuida de su dignidad. Así, la dignidad no es tan sólo un sentimiento privado, sino también un atributo visible y público de los cargos honrosos. Si se profana ese aspecto externo de la dignidad, el sujeto ofendido puede exigir su restitución. Es el origen del duelo de honor, que combina la competencia de los juegos grecorromanos con la lucha por la reintegración de la dignidad mancillada.
En casos donde quedaba ofendida la dignidad de una persona débil –una mujer, por ejemplo, o un viejo– o ausente, la parte ofendida podía ser representada por un sustituto o campeón, que podía igualmente restituir la dignidad de la parte ofendida. Más adelante, la ley se erigiría en la campeona de la dignidad del débil.
Importa entender a todas éstas, que antes de la modernidad la dignidad no era un atributo general, sino sólo de algunos, de los merecedores, de los nobles. Por eso el vocablo villano
pasa de referirse a los plebeyos a representar a todo el que carece, justamente, de dignidad y, por tanto, de empatía, sutileza y bondad. (El buey suelto, bien se lame, contestó el villano vil / tengo el ganado en la sierra, y a mi ganadico quiero ir
.)
El honor femenino, preservado en la virginidad de la doncella, también tenía sus dignidades que lo hacían público: el velo era tan parte de la dignidad de la doncella como la casulla lo era de la misa y del cura que la oficiaba. El desarrollo de una cultura del honor, y su popularización a punta de espada, fomentó que la dignidad pudiera quedar plasmada en cosas igual de frágiles que un velo, como la pluma blanca del sombrero de Cyrano de Bergerac, o el ¿qué me ves?
de un villista beodo.
No es hasta la Revolución Francesa cuando se extiende la dignidad al género humano todo. Los derechos del hombre y del ciudadano
fue una fórmula que significaba que todo humano era digno de reconocimientos simple y llanamente por serlo. Y desde entonces se abrió un horizonte de lucha por ampliar derechos, prerrogativas y dignidades. En el siglo XIX, la lucha contra la esclavitud y por los derechos de la mujer fue la punta de lanza de este gran esfuerzo por ampliar la dignidad.
En el XX, se sumaron la lucha contra del racismo, contra la discriminación sexual y contra la discriminación al migrante, entre otras.
Pero aquí vale la pena reflexionar en dos cosas. Primero, importa distinguir entre el reclamo de dignidad de quienes no la han tenido y el reclamo del indignado. La revuelta zapatista en Chiapas, por ejemplo, fue un reclamo de dignidad para indígenas y campesinos, o sea un reclamo de ampliación radical del reconocimiento ciudadano. Fue un reclamo de extensión de derechos, de autonomía y de autogobierno.
La indignación de los indignados de hoy es otra cosa: una expresión herida de gente que tenía ya sus dignidades, ante expectativas violadas e incumplidas. Por eso la indignación no tiene en sí misma signo político, mientras la demanda de dignidad de quienes no la han tenido sí que lo tiene. La exigencia de dignidad para las mujeres, los indios, los negros, las minorías religiosas o los migrantes indocumentados será siempre una demanda progresista, mientras la demanda de restitución de una dignidad ofendida puede ser cualquier cosa. Igual de indignados están los anarquistas de la Plaza del Sol que los miembros de Tea Party en Iowa. De hecho, la restitución de la dignidad es un reclamo políticamente delicado, que igual aprovecha un gobierno autoritario que se erige en gran dignificador
, que una democracia social, que busca la verdadera ampliación de derechos.
Finalmente, esta breve arqueología también recuerda que la dignidad no es sólo un atributo del individuo, sino, y muy principalmente, de ley y de los cargos de quienes la sustentan. Desde el cargo público se defiende la dignidad del débil. Mientras no haya dignidad para el cargo, es difícil que la haya para los débiles. Por eso nuestros diputados, gobernadores y síndicos deben cuidarse de no hablar como verduleras.
* Antropólogo, profesor de la Universidad Columbia. Autor de Idea de la muerte. Publicó junto a Friedrich Katz El Porfiriato y la Revolución en la historia de México; una conversación. Colaborará catorcenalmente.