a crisis bancaria que explotó hace apenas dos años no fue una desgracia derivada de la convivencia entre los distintos pueblos de la Tierra. Tampoco derivó de la corta historia de los negocios estadunidenses de principios del siglo XXI. No fue, asimismo, imprevista, y menos aún, inmerecida para aquellos que la ocasionaron, sus actores de primera línea. La generaron un manojo de banqueros de élite, principalmente los encargados de las altas finanzas. Estos personajes, a su vez, recibieron amplia colaboración en su estulticia de colegas situados en sectores diversos; los que dictan políticas públicas de gran alcance destacaron entre ellos.
Bien puede decirse que este quiebre se debió, en gran parte, a la codicia desenfrenada de especuladores con pliegues mundiales. En cada una de sus aventuras de gran escala fueron también acompañados de sus émulos locales, esparcidos por varias partes del mundo. Sin embargo, un rol crucial lo desempeñaron las burocracias gubernamentales que tenían la obligación de imponer controles y de vigilar la correcta marcha de sus decisiones y responsabilidades. Esta crisis bancaria, por arte de birlibirloque, ahora se ha convertido en crisis de deuda soberana por la incapacidad de varios países para hacer frente a los altísimos intereses que se les imponen para servirla. Las enormes sumas empleadas en salvar bancos, y empujar la economía para no caer en recesión, mandaron al techo los déficit presupuestales. Toca entonces –por esta suerte o magia de los mercados– a los contribuyentes padecer las consecuencias y, además, pagar, con decrementos en su bienestar, el alto costo que se les ha endosado.
Los distintos gobiernos (en especial del mundo posindustrial), omisos en buena parte del proceso previo desregulatorio, fueron pillados, en su voluntaria subordinación, por las visiones y postulados dictados desde los centros del poder financiero. Tan triste situación los hizo acomodarse con los dogmas, amenazas y las reglas del juego neoliberal. El resultado de todo ello no podía más que formar un entorno que propició, y ahora condiciona, su accionar posterior. De esta casi natural manera los actuales líderes políticos no han tenido otro recurso que aceptar como prioritarios los intereses que sus banqueros e inversionistas –parapetados tras los etéreos mercados– les señalan. Se consolida así la parte medular de un guión bien elaborado, pero trágico, del que no han podido escapar ni aquellos gobiernos que se nombran socialdemócratas. Poco se diga ya de la incongruencia y blandura de los socialistas.
Bien puede decirse que la andanada elitista contra el Estado de bienestar es ya la mayor desde que Ronald Reagan y su colega inglesa, Margaret Thatcher, inauguraron la era de las reformas estructurales propagadas por el Consenso de Washington. Los efectos desatados desde entonces para millones de personas han sido devastadores. Son las masas asalariadas, trabajadores de innumerables sectores y países, las que están solventando el cruento precio de la crisis bancaria provocada por unos cuantos avaros que se siguen llamando a sí mismos responsables. Cierto es que, en su loca carrera, van provocando rebeldías inéditas que ya se extienden por extensas regiones del mundo. Pero las energías que hasta ahora se despliegan, principalmente por juventudes angustiadas, todavía no inducen rectificaciones prácticas que enderecen la ruta adoptada desde arriba. Los gobiernos ni siquiera han cedido en lo mínimo y siguen aferrados a las recetas de una austeridad con marcado sello desigual. Las protestas, sin embargo, han logrado introducir una narrativa hasta hoy ignorada por las mayorías de los países centrales. Ahí la versión dominante apuntaba hacia la satisfacción colectiva con el método hasta hace poco empleado y con el orden establecido. La formación del nuevo discurso, a pesar de afinarse con los días, todavía parece incapaz de modificar el curso de los acontecimientos, al menos los que se vienen diseñando desde los círculos de mando.
La continuidad de las protestas y la hondura de las consecuencias producidas por los severos programas de austeridad en marcha bien pueden ocasionar cambios de paradigmas y de modelos. La misma moral colectiva se está viendo afectada. Nada se diga de la erosión que golpea al horizonte hegemónico de las finanzas, ya de por sí afectada con la quiebra de instituciones consagradas. Las izquierdas, las europeas por ejemplo, andan a la búsqueda desesperada de unificar posiciones, de formular salidas distintas a las actuales, ya muy gastadas. Este proceso regenerativo, si continúa, será penoso. Lo que ha galvanizado de modo especial toda la protesta mundial han sido las acciones de los ocupantes de Wall Street.
En el caso mexicano, que aún se piensa ajeno a este aquelarre, se tendrán que hacer ajustes sobre la marcha. La cercanía de las elecciones será un detonante si se le sabe aprovechar. Hasta ahora ningún partido de los que aspiran a gobernar desde el Ejecutivo federal ha hecho los necesarios pronunciamientos. Las propuestas, tanto del PRI como del PAN, no responden a lo que sucede y, por tanto, nada dirán de encauzarlas por otros rumbos. Sus abanderados y organismos ya se han acomodado con los lineamientos neoliberales. Las izquierdas tampoco trasmiten la sensación del peligro que se cierne sobre el país tras una crisis de mayores proporciones a la pasada y la actual. El llamado a la participación popular como fuerza capaz de transformar el actual sistema adolece por su visión localista. No reconoce la capacidad destructiva y de mando que despliegan los mercados combinados con los organismos multilaterales. Estos monstruos de poder no dudan en imponer cauces estrechos que corran de acuerdo con sus intereses, que son hegemónicos y mundiales.