l barco de gran calado se tambalea ridículamente. Al menos
así lo parece
allá en el agua.
(Debo haberme descolgado de las lianas vertiginosas
sin vergüenza ninguna.
Llego aquí sin avisar y ocupo un tramo, por cierto largo,
que al parecer me esperaba).
Unos tambores electrizados truenan encima de otros.
En sentido contrario vienen hombres con cascos de minero,
estibadores sucios, ojerosos, cansados,
despojados de su sonrisa.
Dénse la vuelta, intento convencerlos,
no regresen por allá, no vale la pena, créanme.
No que no crean, sino que no escuchan,
hay un aturdidor aburrido en los cuatro puntos cardinales de su cerebro.
Se lo pierden. Pero no discutamos hoy
con los compañeros de la clase trabajadora.
El naufragio del gran calado transcurre ininterrumpidamente,
da tiempo de acercarse hasta el borde,
empuñar el barandal del malecón
y verlo hundirse, así de alcanzar el puerto y recalar.
Adiós, barco idiota, dice con rabia a mi lado una mujer en lágrimas,
la imagen misma del resentimiento.
La conmoción de las aguas del golfo no es poca cosa.
Un ahogado lamento de ballena y hierro se hunde en las olas desplazadas,
interrumpidas,
azoradas
salpicando a lo loco a todas partes.
Hace rato que empezó la danza de los botes salvavidas y los sálvese quien pueda
de la tripulación, los pasajeros de primera y de segunda
y los ilegales polizontes trasatlánticos.
Reman desesperados y alcanzan el muelle
tan exhaustos como los mineros que se alejaban allá atrás.
Nos faltan manos para rescatarlos de su mareo y ponerlos a salvo en tierra.
Bienvenidos compañeros refugiados, pasajeros en tránsito, hermanos y hermanas,
nos toca decir a la bola de mitoteros
que nos habíamos arrimado entre codazos y empujones
a la orilla del puerto para ver hundirse esa catedral inútil.
Pinche barco, masculla uno que auxilió al cocinero de la nave
hasta donde le fue posible,
y salta fuera de la barcaza húmedo y humillado, transportado en nuestros brazos.
Qué opacas son las nociones del odio.
Y aunque nos faltan todavía motivos nos ponemos a celebrar,
moros y cristianos, azules y morados,
con cebolla en abundancia
y una pizca de sal.
Así como muchos salen a la calle los domingos
gritando en sus camisetas con qué sueñan, quienes son o por qué protestan,
los que nos prestamos de muelle nos abrazamos sin conocernos
y celebramos, un poco ebrios de alegría, benévolos tal vez,
el espantoso y merecido final del barco aquel
que a punto estuvo de invadirnos
con un talón de hierro que ahora se hunde sin remedio
y arrastra consigo al abismo la innoble mercancía del mercenario.
Que siga la música, aunque sea sucia,
aunque bárbara, aunque eléctrica, que aunque la noche escuece
ya amanecerá.