brí los ojos como en un escenario teatral o un centro de detención: todo lampareado. Poco a poco discerní tras los focos algo así como los rostros del grupo. Me miraban hablando, reían con inseguridad, entre divertidos y preocupados. Alcé la mano para cubrirme los ojos, alcé el cuello, clavé el codo en el suelo y dije qué, qué, tratando de recordar dónde estaba, qué hacía ahí y dando a entender quítenme de encima su pinche luz.
–Parecías un muerto que habla, güey.
La voz de El Ciego Merino quería sonar a puya, pero también denotaba alivio. Hay de cuevas a cuevas, y ésa era imponente, asustaba. No sabíamos bien qué tanto llevábamos recorrido, y yo, al menos, cuánto llevábamos dentro. El salto que dimos para alcanzar ese punto nos había hecho pensar a todos en la Catrina, de Posada. Ya ven que los auténticos clavados dejan un estado de ánimo especial. Loredo dijo, no güey, llevabas rato hable y hable, pero en un idioma desconocido, parecía idioma al menos, antiguo. ¿Antiguo? dije. Me lo pareció, dijo. Y yo: ah chingá.
Supe en ese instante, como vuelvo a saber ahora, que me soñé en una caída libre entre edificios de grandes ventanales, o quizás el cubo central de un sólo edificio de departamentos de altura infinita. No dejaba de caer, y vislumbraba fugazmente lo que sucedía en los pisos sucesivos, gentes a la mesa, bebés en la cuna, parejas en las buenas y en las malas, señoras asomadas a tendederos empotrados como arpas, colgando pañuelos y brasiéres. El vuelo no terminaba, y en mi memoria cada ventana seguía presente, instantánea indeleble, por una suerte de voyeurismo al que no tenía ningún derecho.
El Ciego interrumpió mi mental reconstrucción onírica arrojando el haz de su Maglite a la redonda. A orillas de la poza de la cascada, estábamos bajo un verdadero nido de murciélagos. Colgaban por centenares, envueltos en sus alas, todos tiesos y serios, los ojos cerrados y sus horrendos hocicos quietos. La techumbre era baja, nos cubrían virtualmente como un velo gris y negro de telarañas y polvo. Mejor vámonos apurando, dijo el Ciego y me levanté del suelo con un tirón del brazo de Loredo. No sabíamos si despertarte, cabrón, dijo echando a andar, no te fueras a pasmar. Sentí húmeda la ropa todavía, pero sin frío. Un airecillo cálido hacía llevadero el clima. No ha de faltarnos mucho para la Boca, dijo El Ciego detrás de sus lentes gruesos, porque entre las nociones que teníamos de las grutas era que en algún momento, si no nos perdíamos, como a la mitad, a través de un hoyo al cielo, las grutas asomarían al bosque y a ciertas horas pegaba el sol. Andando en plano, así fue como alcanzamos la Boca. Golondrinas otra vez. Helechos, musgo. En todo el trayecto no habíamos visto rastro de vida que no fuera mineral. Arriba la tarde era joven en algún paraje inubicable (ni quien soñara que algún día habría geolocalizadores GPS de pila), en las calientes sierras de Guerrero. Como quiera, bajo tierra un GPS vale gorro.
El río incesante allí se asomaba a una extensión de peñas y rocas lisas dispersando su curso, y al fin mostraba algún color, que resultó ser azul.
Hicimos un alto para abrir los tambos y sacar un par seco de calcetines, y yo al menos, y convidando, una lata de jalapeños rellenos de atún. Excelente refrigerio para seguir adelante. No había de otra, por lo demás. Aquella amplia ventana al exterior era enteramente tantálica, inalcanzable. Pongamos por caso que alguien quería desertar y trepar a la superficie. No había manera. Imaginen una cúpula de catedral decapitada. Habría que ser lagartija.
Tapamos los tambos, apretamos digitalmente la cera de Campeche alrededor de sus tapas, nos los pusimos a los hombros y continuamos. La luz de la Boca se disipó lenta y definitivamente, de pronto estábamos de nuevo en completa negrura, abandonados al haz de nuestros focos. Pronto estuvimos hasta la madre de las estalactitas, las estalagmitas, las goteras, los escurrimientos en las paredes, los pies mojados. Aumentaba el frío. Descendíamos, subíamos, ignorantes de a qué profundidad andábamos. Al agua del río San Jerónimo, helada, crecientemente caudalosa, no había ya manera de vadearla cuando la senda de roca se interrumpía. Mejor dejarse llevar distancias no pequeñas corriente abajo, lo cual añadía el efecto colateral positivo de acelerar nuestro avance flotando, más que nadando, aunque al costo de mantener el esqueleto tiritando como una filarmónica de marimbas, no sé si me explico. A mí se me fue la onda del tiempo. Sólo seguí. Horas.
Al topar con los barandales y los primeros turistas, grupos familiares, parejitas, supimos que estábamos en Cacahuamilpa. Nos miraban como espectros salidos del abismo, hechos un desastre. Poseído por el filin de mi sueño, caía y caía entre rostros y escenas dispersas, inconexas, sin fin. Todavía me recuerdo la cara del taquillero de las grutas al vernos salir sin boleto de entrada.