n periodo de crisis, las fiestas de fin de año llegan en las mismas fechas. Navidad y Año Nuevo no tienen en cuenta la situación financiera. Veinticinco de diciembre y primero de enero se someten al calendario. Los rituales vuelven cada vez idénticos a los de años precedentes y esta semejanza constituye el carácter sagrado de una tradición.
Acaso la palabra sagrado
no convenga en estas circunstancias. O bien, habría que reconocer las leyes de comercio y consumo como instituciones sagradas del mundo contemporáneo. Hoy, diarios y revistas, canales de televisión, entre dos villancicos, consagran la mayoría de sus páginas o de sus programas a los preparativos de las cenas, las compras, el frenesí de estas fiestas que cada uno espera.
Decir cada uno espera
podría hacer creer que todos somos iguales. Para nada. La primera diferencia, tan evidente que no es necesario decirla, aparece entre ricos y pobres. La palabra fiesta
no designa la misma cosa para todos. Caviar y champán de un lado, rebanada de pan y vaso de cerveza del otro.
Charles Chaplin, el inmortal Charlot, muestra en casi todos sus filmes este drama, quizás el más humano de todos los dramas. La diferencia, la separación que se perpetua de generación en generación, entre individuos que viven a veces lado a lado, que pueden incluso ser vecinos, y cuyas existencias están separadas por fronteras infranqueables. Cada película de Chaplin es una especie de cuento de Navidad. Tan patético como pueda ser el destino humano, Charlot no puede impedirse soñar. Para él, como para los niños, los milagros, Santaclós, los Reyes Magos, existen. La peor miseria, la más grande desesperanza, no pueden desalentar su decisión de hacer nacer una florecita. Su amada no llega a la cita, está solo, abandonado, ¿qué hace? En vez de llorar o acusar a la cruel, como lo haría cualquier amante rechazado, Charlot agarra los panecillas comprados para el festín que preparó para festejar a la bella mujer y hace malabarismos con ellos en una zarabanda de alegría. Sublime hallazgo cuando la más fina inteligencia emana del corazón.
Hoy, ¿qué cuento de Navidad nos inventaría Charlot? La miseria que conoció no ha reducido; al contrario, se extiende. Chaplin no podía imaginar el fenómeno de la mundialización, no llevó a la escena sino el mundo que conoció. En Las luces de la ciudad, la más lograda y turbadora de todas sus películas, un vagabundo y un millonario se hacen amigos... durante las horas en que el rico camarada se halla bajo los influjos del alcohol. No es posible ilustrar mejor la imagen de nuestro planeta mundializado. En el filme, el millonario y el vagabundo se han hecho amigos porque el pobre salvó al rico desesperado que trataba de suicidarse. Hoy, los países ahítos, al borde del suicidio, serán tal vez salvados por los países pobres. Y, como el millonario de Chaplin, olvidarán sin duda dar las gracias. Justo al salir de la crisis, al despertar, cada uno retomará su lugar.
¿Cómo terminaría un cuento de Navidad de hoy filmado por Chaplin? Charlot era capaz de reír de todo, de los robots humanos de Los tiempos modernos o de Hitler. Y aunque no es lo más indicado hablar, en esta época navideña, de las desdichas que se anuncian en un planeta mundializado, cabe decir que sería necesario poseer al menos el genio de este gran cómico para hallar el modo de reír.
En París, mientras la gente trata de encontrar el mejor y más barato foie-gras, las más sabrosas y menos caras ostras (los franceses están dispuestos a apretarse el cinturón en todo menos en la comida y en la educación de los hijos), decididos a hacer la fiesta por si es la última, la batalla política continúa. Los efectos de la crisis imponen sus restricciones. Así, las iluminaciones navideñas utilizan focos de consumo reducido. ¿Quién podría dudar que una medida tan enérgica, con menos energía, no sea un remedio apropiado? Las luces de la ciudad parece hoy un título premonitorio.