urante décadas el presidencialismo fue la bestia negra del PAN. Lo denunciaban como la fuente de todos los abusos y males que aquejaban a la patria, y prometían que al llegar al poder pondrían fin a esta fórmula excesiva de poder personalizado. Sin embargo, una vez en la Presidencia ni Vicente Fox ni Felipe Calderón lograron escapar a las mieles de un poder que les permitió, por ejemplo, hacer a un lado con singular alegría la Constitución para promover causas partidistas que hasta ahora habían permanecido relativamente abstractas, entre otras razones porque no estaban incluidas en las plataformas de gobierno que nos dieron a conocer durante sus respectivas campañas electorales. Nunca prometieron poner fin al Estado laico, y me pregunto por qué mantuvieron esa causa in petto. Me imagino que sabían que no era una causa popular; más todavía, probablemente calcularon que, de hacerla pública, habrían perdido votos, de manera que creyeron que lo mejor era sorprendernos. Así que puedo pensar, sin pecar de suspicaz, que los presidentes panistas hicieron lo mismo que hacían sus predecesores del PRI: nos dieron madruguete. Esto ocurrió con todo y el nuevo equilibrio que demanda el fortalecimiento del Poder Legislativo, que ha sido uno de los logros de la transición.
Todo presidente es un actor político fundamental. Entre sus muchos recursos y responsabilidades, desempeña un papel central en la definición de los términos del debate público. Así que a nadie debe sorprender que cuando Felipe Calderón y su familia asistieron a misa en la Basílica de Guadalupe el pasado 18 de diciembre se haya desatado la polémica respecto al Estado laico y la ofensiva en su contra que ha lanzado la Iglesia católica, nada menos que con el apoyo de la Presidencia de la República. Es más, estoy dispuesta a apostar que sabían que provocarían la discusión, y que la buscaron, probablemente para apoyar la reforma al artículo 24 constitucional, que de manera más o menos simultánea la Cámara de Diputados votaba, y cuyo propósito explícito es introducir la libertad religiosa, aunque en realidad todo sugiere que se trata de romper las pocas ataduras que limitan el activismo de la jerarquía católica, que busca disponer de medios de comunicación y, más en general, el apoyo del poder público para suplir algunas de sus deficiencias, por ejemplo, en términos de recursos humanos y financieros.
Ahora, gracias también a una buena proporción de diputados priístas, que de manera incomprensible siguieron la titubeante batuta de Enrique Peña Nieto antes del presidencialismo –me produce una gran angustia lo que eso será si acaso gana la elección–, el presidente Calderón se prepara para recibir al Papa con ese regalito: el artículo 24 reformado. Este cambio será presentado como un triunfo de la conciencia católica de los mexicanos, aunque haya sido, en realidad, el producto de la decisión de un panista presidente y de un priísta que se cree ya presidente, y a quien siguen algunos que también lo creen.
Si en todo régimen presidencialista, una vez pasada la lucha electoral, el jefe del Poder Ejecutivo es el jefe del Estado y representa a la nación, la decisión del presidente Calderón de ostentar oficialmente su identidad religiosa en la Basílica de Guadalupe el pasado 18 de diciembre equivale a la renuncia a esa representación. Para nadie que sepa algo de historia de México es un secreto que cuando la Iglesia católica hace política alimenta el conflicto y la división, y que la religión puede ser motivo de hostilidades y antagonismos irreconciliables. No hay más que volver la mirada a Chiapas para encontrar dolorosos ejemplos del encono que atizan las diferencias entre católicos y cristianos. También podemos mirar al conflicto en el Medio Oriente, o el agresivo militantismo islamista contra los infieles. La participación de la familia presidencial mexicana en aquella misa en la Villa puso de relieve que para ellos, y en particular para el Presidente, él es primero un panista y luego funcionario del Estado mexicano. Por lo pronto, quiso hacernos saber que la fidelidad a las banderas de su partido está por encima de su obligación constitucional a mantenerse neutral en términos religiosos, tal y como se desprende del carácter laico del Estado y de la creciente pluralización religiosa de la sociedad mexicana.
En realidad, el Presidente ha sido de una notable consistencia. En casi seis años en el poder no nos ha dejado olvidar que pertenece al PAN, al igual que la mayoría de los altos funcionarios de su gobierno. Ha confirmado una y otra vez, y de todas las maneras posibles, que para él la lealtad es un valor superior a la competencia profesional, cueste lo que cueste al presupuesto; que es exactamente la misma premisa sobre la que tomaron muchas de sus decisiones los presidentes de origen priísta. Antes que Calderón, Vicente Fox también pecó de presidencialismo; al igual que él puso en pie una ofensiva contra el Estado laico, pero desde el día que tomó posesión, cuando en un supuesto arranque de devota espontaneidad, su hija Paulina puso en sus manos un enorme crucifijo. Pero ellos y la Iglesia católica bien saben que estas cruzadas, como la que este gobierno emprendió contra el crimen organizado, son tareas de largo aliento, incluso cuando las encabeza un presidente.