sta exposición reúne obras seleccionadas a partir del acervo del propio museo. No por ser disímbola deja de funcionar de acuerdo al enunciado que la designa, en el que destacan –y creo que no podía ser de otro modo– varias piezas clave de esa colección, las cuales corresponden, principalmente, a José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Abre con una de las pinturas de Los teultes de Orozco (1947), al que sigue el espléndido Caín en los Estados Unidos, también de 1947, de Siqueiros. Junto con Los muertos (1931), del primero, y Casa mutilada (1950), contextualizan adecuadamente las obras del argentino Leon Ferrari.
De éste se exhibe un montaje basado en recortes de periódicos que él mismo seleccionó, integrando noticias mortales y atrabiliarias, desapariciones, secuestros, etcétera, que provocan interés, no sólo por el contenido, imposible de leer en su totalidad, sino asimismo por la manera en que las dispuso, convirtiéndolas en un collage tipográfico de cuidado diseño. Es decir, la peligrosidad y el comentario denunciador están estetizados mediante la acción del montaje, sin perder su facultad informativa para quienes deseamos ahondar en la propuesta.
No sucede lo mismo con las esquelas fúnebres de la Sra. Mónica Pretelín de Peña Nieto, que de lejos y al primer golpe de ojo, se percibe como un mural abstracto, de papel, muy contemporáneo. Esta realización corresponde al fotógrafo e instalacionista Diego Berruecos. La lamentable desaparición pone en relieve la atención al personaje público en detrimento de miles de otros fallecimientos que pasan desapercibidos.
Pese a sus dimensiones discretas (o por ello), una de las obras que mayormente atrae la atencióin es la videoinstalación a partir de dibujos a línea de Carlos Aguirre, que dan como resultado la aparición de varios personajes incesantemente trasmutados unos en otros. En esta ocasión, el artista maduro convive museográficamente con su hijo Carlos Amorales, autor de Ciudad subconsciente, dispuesta sobre una plataforma cuadrangular. Ofrece reminiscencias de las ciudades de ciencia ficción, pero a diferencia de otras obras de este mismo artista, ésta me pareció demasiado próxima a los tinker toys o legos que hacían las delicias de los chiquillos hace algunos años, cuando los juegos electrónicos aún no habían desplazado sus mociones lúdicoconstructivas que los aíslan de las posibles colaboraciones de sus coetáneos e incluso de los mismos adultos.
La exposición cuenta con un folleto precisamente dedicado a niños de primaria, pero el problema es que la muestra acusa como motivo preponderante una alarmante ausencia de público de cualquier edad. Eso revela la desproporción entre el trabajo de investigación y de producción de quienes la asesoraron, y la posible emisión de sus significados a través de productos de toda índole, pictóricos, dibujísticos, fílmicos, historiográficos, etcétera.
¿Se debe eso a falta de publicidad?, ¿a la situación geográfica del Museo Carrillo Gil, que debería contar (y no cuenta) con un espacio aunque fuera provisional de estacionamiento vehicular?, ¿al cambio de dirección que, inesperadamente (al menos para mí), sustituye desde hace poco a Itala Schmelz, gestora de la exposición, por Vania Reyes Solís?
La asesoría académica de la misma estuvo en muy buenas manos, entre otras la del siempre recordado y muy vigente Bolívar Echeverría, acompañado de Rita Eder, Renato González Mello, Deborah Dorotinsky e Ileana Diéguez.
Entre las curadurías que arman los rubros, desde mi punto de vista, destaca la de Alejandra Olvera Z, quien abordó el tema de fragmentos de cuerpo y sique
, abriendo con dos excelentes pinturas abstractas
(así entre comillas, porque su autor, Gunther Gerzso negó ser abstracto
) que armonizan con los bloques de adobe hechos a mano de Marta Palau, dispuestos en el piso, los cuadros de Orozco, las fotografías de Ambra Polidori y los extraños dibujos en carbón y tinta de Alejandro Montoya.
En el primer apartado ocurre una falla. Se exhibe un nutrido conjunto de estampas del Taller de Gráfica Popular, que no pueden apreciarse en sus respectivas singularidades, debido a que se museografiaron como si se tratara de una instalación que cubre casi un muro completo. Es como una muestra dentro de otra, y hubiera sido mejor reducirlos en número para su correcta apreciación.
Pese a esta circunstancia, debo decir que el visitante que se adentra en este solitario espacio –esa fue mi experiencia– no sólo afina su atención con los resultados de una buena muestra visual que aborda históricamente el tema de la violencia, sino que además se ve congratulado por la atención que los custodios prestan a la visita, procurándole no sólo explicaciones adicionales, sino mostrando insistencia en que acuda a la otra muestra vigente, El caminante, del artista argentino-mexicano Miguel Ángel Ríos.