scribo rito y no mito porque en Guerrero no se inventa; sólo se sufre y se muere. Una y otra y otra vez, hasta convertir el arco secular de su violencia en un círculo alucinante de repetición mortuoria que recoge las hazañas del pueblo guerrerense y los abusos del poderoso en turno quien, a su vez, recoge los mandatos de los poderes de siempre enfeudados en la tierra o el bosque, el comercio y la usura, y ahora (¿ahora?), el cultivo y tráfico de drogas.
Para un memorioso deteriorado, lo ocurrido este 12 de diciembre en la Autopista del Sol despierta los ecos lúgubres de los años 60: Chilpancingo e Iguala, Caballero Aburto y sus demenciales matanzas; Genaro Vázquez Rojas, del secuestro a la prisión y su posterior rescate para refugiarse en el monte.
O Abarca Alarcón y Atoyac, con un Lucio Cabañas que, frente a una nueva masacre, se va para el cerro a formar su Brigada del Partido de los Pobres. O el segundo Figueroa y Aguas Blancas enrojecidas de sangre, con vaya a saberse cuántos jóvenes y viejos campesinos ya en la sierra y por otros caminos del sur
.
La irresponsabilidad gubernamental en el desalojo criminal de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa que habían tomado la autopista nos remite también a los relatos de Othón Salazar y su permanente denuncia del atropello policial, que no hacía sino revelar la incapacidad de los gobernantes para registrar en pupilas y neuronas la presencia de los pobres más pobres de las tierras sureñas.
La única capacidad mostrada: convertir en invisibles a los débiles, para así justificar el uso desmedido de la fuerza para responder a sus reclamos. Y vuelta a la tuerca de la desesperación y la ira.
Convocar a otro ¡Basta ya!, que no fuera reiteración resignada, debería implicar el examen detallado y sin concesiones de la actuación policial y judicial del estado y la Federación antes, si es que eso es posible, de que nos sometan a una aberrante guerra de videos al gusto.
Pero junto con la exigencia de cuentas claras de la autoridad y el castigo de los culpables, es indispensable que el país entero se haga cargo de la desproporción en que anidan esta y otras tragedias, como la que nos contara La Jornada hace unos días tras el sacrificio de don Trino en Aquila.
El pozo de la pobreza sometida a una desigualdad que se reproduce sin coto, articula la lucha por la propiedad colectiva o la demanda estudiantil de un poco más de dinero para comer, que el gobernador de Guerrero había prometido resolver pronto. Pero también da cuenta de una incongruencia profunda del edificio republicano y ahora democrático que debería reinar y modular el conflicto social pero no lo hace.
Arriba de ese pozo impera, como antes de que presumiéramos de urbanos, demócratas y globalizados, la incultura impune de la riqueza cuyos designios obedecen los matones y buscan edulcorar los nuevos intérpretes del poder oligárquico. Se nutre y despliega el mal gobierno, contra el que se levantaron los revolucionarios de todos los tiempos. Y sigue ahí, aferrado a la impunidad y la ley del más fuerte.
De nuevo, como lo contara Arturo Cano ayer en La Jornada, los jóvenes que se aferran a la esperanza y sobreviven como pueden entre los muros deteriorados de la enseñanza normal nacional, como gaviotas
o arrejuntados para compartir frijoles, condensan el gran reto nacional de una juventud desperdiciada que no tiene educación ni empleo seguro, ni expectativa de vida digna y buena. La crisis política, conforme al rito nefando, se cierne de nuevo sobre las tierras de don Juan Álvarez, pero el pronóstico debiera ser reservado y cuidadoso, sometido a los acosados pero fundamentales criterios de justicia, seguridad y democracia.
De no ser así, sólo quedará la ampliación del círculo corrosivo de reclamo, muerte, decepción y posterior escarnio desde el poder que ha marcado la vida de Guerrero. Y frente a esto, la desesperación rencorosa que todo lo aniquila.
Los caminos del sur
ya no sólo van para Guerrero.