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Premios Nacionales

El investigador recibirá el galardón en el rubro de Historia, ciencias sociales y filosofía

Se acabó el monolitismo de un México católico: Jean Meyer

La Iglesia ya no es una amenaza para el Estado mexicano ni para el laicismo, opina

La objetividad es la estrella polar del historiador, nos guía pero nunca la alcanzaremos

Foto
Jean Meyer, en imagen de 2002Foto Carlos Cisneros
 
Periódico La Jornada
Martes 13 de diciembre de 2011, p. 4

El deseo expreso y los intentos de la Iglesia católica de participar de manera abierta en la política y la educación no representan en la actualidad un peligro para México, asegura el historiador Jean Meyer, el estudioso más relevante en el tema de la guerra cristera.

No creo que la Iglesia católica sea hoy una amenaza ni para el Estado mexicano ni para la laicidad. Se acabó el monolitismo de un México ciento por ciento católico, se acabó el monopolio religioso, sostiene el académico de origen francés.

De igual manera, manifiesta su convicción de que tanto el Estado como la Iglesia católica en México aprendieron la lección que dejó la Cristiada, cuyos hechos armados tuvieron lugar entre 1926 y 1929.

Nacido el 8 de febrero de 1942, en Niza, y naturalizado mexicano en 1979, Jean Meyer Barth fue designado este año Premio Nacional de Ciencias y Artes, en el rubro de Historia, ciencias sociales y filosofía.

Con ese motivo, acepta una entrevista con La Jornada, durante la cual habla de diversos aspectos de su formación, de su interés no tan remoto por ser policía y de que su tema inicial para titularse no era la guerra cristera, sino Emiliano Zapata.

Generosidad de México

–¿Qué representa para usted este premio?

–Recibí la noticia con sorpresa y gran gusto. Sorpresa, porque si bien era candidato presentado por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), mi casa laboral, y la Academia de Historia, habían pasado varios meses y el secreto había sido absoluto en cuanto al asunto. Una vez más, puedo decir que México ha sido muy generoso conmigo desde que entré la primera vez, por tierra, a su territorio, en 1962. Tenía 20 años.

–¿Cómo y por qué se interesó en el estudio de la historia? ¿Tenía inquietudes por explorar algo diferente o dedicarse a otra profesión o actividad?

–Mi padre era maestro de historia y geografía, un excelente docente, y fui su alumno un año en secundaria y los tres años de prepa. Así lo quiso él, diciendo al director: no quiero que mi hijo se aburra en clase y, por culpa de malos profesores, abomine de la historia. Le salió tan bien el golpe, que al entrar a la universidad, sin pensarlo, opté por esa disciplina.

“Entre los 15 y 16 años, gracias al profesor de filosofía, descubrí el cine; al año, Claude Chabrol vino a filmar a mi ciudad Aix en Provence, su tercera película, la primera a colores, entre otros actores con Jean Paul Belmondo. Corría la primavera de 1959…

“Con un compañero que luego hizo carrera como crítico de cine y guionista, lo seguimos en todas las locaciones. Soñé con ser director de cine, pero no pasó de ser un sueño. En 1970, le pedí al director de Olivetti de Francia que me contratara.

“Este italiano, buen amigo, me convenció de seguir en la vía universitaria. Entre 1985 y 1993, acaricié seriamente la idea de entrar en la policía en Gobernación, fuese en Francia, para ayudar a los trabajadores inmigrados, o en México, para modernizar y civilizar la lucha contra la delincuencia. Otro sueño. ¡Ah! En otra vida, sería músico. Conste que ni sé leer una partitura…”

–¿El de historiador es un oficio bien reconocido, en términos sociales, políticos y económicos en México?

–Sí, el historiador goza del aprecio e interés de la sociedad; los políticos lo respetan, buscan, compran, lo que tiene sus desventajas también; como todos los académicos en México, tienen buena situación económica. Mejor que en Francia, por ejemplo.

Invitación del Colmex

–¿Cuáles son los hitos que han marcado su desarrollo en esta disciplina, como investigador y académico?

–Como le dije, tuve la suerte de ser guiado y acompañado por un padre historiador, muy culto, gran lector, conocedor de la historia universal. Gracias a él entré a la Normale Supérieure, no perdí tiempo. Me presentó a sus antiguos maestros, como el gran Pierre Renouvin; a sus contemporáneos, como Jean-Baptiste Duroselle, ambos especialistas de historia internacional, publicados ahora por el Fondo de Cultura Económica.

“Duroselle tenía contactos con El Colegio de México (Colmex), por su amistad con Rafael Segovia. Contribuyó a que me invitara el colegio, en 1965-1969, cuando era un joven desconocido de 23 años.

“Como investigador, me formé sobre la marcha, con mi tesis sobre la Cristiada. Mi formación inicial (archivos, paleografía, crítica de documentos, bibliografía) no servía porque los archivos sobre el tema de la Iglesia y del Estado estaban cerrados a cal y canto. Tuve que improvisarme como periodista y antropólogo, visitando todo el país para entrevistar a viejos cristeros y anticristeros.

“Cristeros es igual a campesinos, en 95 por ciento. Eso me dictó dos intereses, o tres: la historia religiosa, la historia agraria y también la militar. En suma, los movimientos populares entre la tierra y el cielo. La historia regional, porque hay tantas cristiadas como nichos ecológicos del maíz.

“Y un buen día me dije: tengo que escapar a mi fama de especialista de la Cristiada o de la Iglesia mexicana. Y me fui a la historia de Rusia y la Unión Soviética, que me apasionaba desde siempre, desde que, niño, leí Miguel Strogof: el correo del zar, de Julio Verne.”

–¿Hasta dónde es posible lograr la objetividad para un historiador?

–La objetividad es la estrella polar del historiador. Nos guía, pero no la alcanzaremos nunca. El peligro es venderse, no resistir al dinero (puede ser una necesidad), a la tentación de ganar muchos lectores, la fama… Po-nerse, consciente pero también inconscientemente, al servicio de una causa no forzosamente buena. Uno es hijo de su tiempo, de una sociedad, y comparte sus fobias y amores.

–¿Qué le reveló y qué le ha representado, en términos personales y profesionales, su estudio de la guerra cristera, considerando que usted comenzó a trabajar el tema cuando aún era tabú?

–Hay libros que uno hace, y libros que lo hacen a uno. La Cristiada me hizo. Soy mexicano, soy cristiano, soy quien soy, por ese libro. Los cristeros me llevaron al México profundo, a mi esposa mexicana, y nuestro hijo Matías Meyer Rojas está rondando en festivales de cine con una película que se llama Los últimos cristeros.

–¿Cuáles han sido los principales aprendizajes de la Cristiada para sus tres actores: Estado, Iglesia católica y el pueblo creyente?

–Luis González, que se nos fue y nos dejó huérfanos el 13 de diciembre de 2003, resumía así la Cristiada: el gobierno es el papá borracho que golpea a la madre (la Iglesia), entonces el hijo (el pueblo mexicano) defiende a su madre. Estado e Iglesia aprendieron la lección: no hay que subestimar las capacidades de reacción del pueblo, hay ciertas cosas que no se deben tocar, ni con cosquillas.

–¿Existen o pueden apreciarse aún repercusiones o heridas abiertas por ese hecho histórico?

–Las heridas dolían todavía en 1965, por eso, prudentemente, Estado e Iglesia ni tocaban ni dejaban tocar el asunto. Eso ya pasó, como pasó la última generación de los combatientes. La última repercusión del conflicto religioso fue la revisión de la Constitución emprendida por Salinas de Gortari, en cuanto a los artículos en litigio.

–¿Qué otros temas de estudio e investigación son de su interés? ¿Tiene usted algún pendiente o deuda en ese sentido?

–Me gustaría escribir la biografía de mi padre, que dejó muchos papeles; escribir de manera literaria la vida y la muerte de Manuel Lozada, que sería el último de la trilogía con A la voz del rey y Camino a Baján; una historia de la Iglesia ortodoxa de Rusia; de la larga controversia entre cristianos y judíos, etcétera, etcétera.

–¿Qué opina de esa frase, ya lugar común, de que pueblo que no conoce su pasado está condenado a repetirlo?

–No conocer su pasado, es condenarse a repetirlo… Bonito aforismo, como todos los aforismos. Pero falacia engañosa, como todos los aforismos, concluye Meyer.