l lápiz no requiere ninguna apología. Tampoco necesita defensa alguna. Tiene, como muchos objetos o cosas, vida, historia y un papel en el devenir de los seres humanos. Papel y lápiz conforman una simbiosis imprescindible; su labor e incondicionalidad hacen del lápiz un compañero, una necesidad y una presencia incomparable. Eso es así porque contra lo que muchos creen, las cosas no siempre son inanimadas. Entre una miríada de objetos, lápices, tazas de café, llaveros y monederos, son fragmentos de la vida y de las vidas de las personas. La vida no sería vida sin cuadernos, lápices, botellas de vino, ceniceros, estetoscopios, cosas.
Las palabras, el alma de las palabras, y muchos quehaceres humanos dependen de los lápices, de sus gomas y de lo que gracias a ellos se construye y se borra. Las palabras tienen otra cadencia y otro sabor cuando se escriben con lápiz; observarlas y manipularlas durante unos minutos o un tiempo cualquiera es un regalo y un reto. La palabra escrita con lápiz y después borrada deja huellas; la que se elimina en las computadoras, por medio de la tecla de suprimir, no deja rastro.
Ni las computadoras ni Internet podrán desplazar al lápiz. El lenguaje del lápiz es especial: toca y acompaña. Su quehacer también descuella: por medio de sus huellas, es posible repasar los días y hablar a partir de las palabras escritas. Conforme el lápiz se achica, se vuelve más cercano; mientras se escribe y se borra, se mira más profundo. Cuando es imposible coger el lápiz entre los dedos y es menester recurrir a un viejo portalápices para usarlo, afloran los recuerdos: dónde se compró, quien lo regaló, qué se escribió. Los lápices pequeños, imposibles de utilizar, contienen recuerdos y son testimonio, de uno, de los tiempos, del quehacer de la vida, de las deudas, de las alegrías, de las cosas.
La historia de Apología del lápiz empezó con un lápiz, si no el primero, sí el primero que guardé. Continuó con el segundo, después con el tercero y así, hasta llegar al que ahora uso. El primer lápiz que guardé en una caja de puros tiene semejanzas con el segundo y ambos con todos los demás. Miden entre tres y cinco centímetros, en la mayoría la goma se acabó y en casi todos sólo hay vestigios de letras: mount
, del hotel Paramount; lland
, de Holland; odin
, del museo Rodin, y oga
, en un lápiz amarillo y gordo, es decir, un My First Ticonderoga, a la postre, mi lápiz preferido, no sólo por los sabores y sinsabores propios de la nostalgia, sino por su grosor, su firmeza y por lo mucho que me ha acompañado.
Leo, en Apología del lápiz: “¿Se sufre por un lápiz moribundo? Guardarlo o tirarlo es parte de la vida. Aunque la costumbre, que en ocasiones no es otra cosa que inercia, sugiere tirarlos en vez de guardarlos, yo los guardo. Guardar forma parte de la nostalgia y de la melancolía: entre ellas se retroalimentan y comparten rincones. Algunas personas guardan por ser nostálgicas y algunos nostálgicos guardan para alimentar su melancolía…”
El lápiz no sólo es lápiz. Es papel y escritura, es el alma de los cuadernos y compañero imprescindible de las libretas de notas; es parte del tiempo lleno –cuando la escritura fluye–, testigo del tiempo lento –cuando la escritura no fluye–, es memoria y es presente. Los tiempos de los lápices son porciones de las personas. Palabras, ideas y notas, para quienes los han incorporado como parte fundamental de su bagaje, dependen de ellos. Algunos rincones de la arquitectura personal se edifican gracias a los lápices, y buena parte de la lectura y la relectura de los libros depende de lo que se escriba en sus márgenes, o en hojas, o en pegatinas, o en servilletas, o en boletos de teatro, o en las recetas médicas entremetidas en sus páginas. Gracias a los lápices, los libros se leen con otro compás y el lector se enriquece con nuevas ideas y algunas preguntas. Mirar los libros por medio de los lápices es mirar y admirar a Vicente Rojo, cómplice y artífice de Apología del lápiz.
Admirar, decía Descartes, es una pasión. Es eso y es más. Quienes admiran celebran las virtudes y cualidades del otro; apuestan por sus acciones y ejemplos. Aprecian lo que construye al otro y admiran lo que ese otro edifica. Recoger sus simientes y contagiarse es parte de ese continuo. Los muertos lo saben: sin pasión la vida es yerta. Los vivos lo viven: sin admiración la existencia se estanca, se enmohece. Contagiarse de Vicente es una fortuna.
La argamasa que surge tras mezclar pasión y admiración se fortalece, y adquiere otras fuerzas, cuando a ellas se agrega sencillez. La admiración evoca pasión y la sencillez siembra admiración. En Rojo, todo se engarza. No importa dónde empieza una y dónde termina otra. El camino de ida y el de regreso es idéntico. Como el Rojo del arte o como el Vicente de la vida.
El tiempo es testigo. Vicente y Rojo son indivisibles. Persona, arte y amistad devienen un mortero sui géneris, labrado, poco a poco, durante ocho décadas, donde él siempre ha sido él. Como el mortero que surge tras amalgamar cal, arena y agua. Como la vida cuando Vicente nos toca.
Leo el último párrafo de Apología del lápiz: “Con los lápices se entra y se regresa a la vida. ‘Dibujar o rayar con lápiz’ significa lapizar. Lapizar la vida es una faena hermosa. Lapizar significa mirar. Lapizar implica abrir. Mirar y abrir. Mirar para abrirse y abrirse para mirar el largo e infinito momento tras lapizar los días, las voces, las pérdidas. Las cajas de puros, llenas de lápices pequeños, evocan recuerdos. Esos lápices fueron compañeros y cómplices. Con ellos he intentado lapizar la vida”.
Gracias a los lápices, tuve la inmensa suerte de contar con Vicente, no sólo para lapizar Apología del lápiz, sino para entender y comprender, como decía T. S. Eliot, que la única sabiduría digna de aprenderse es la humildad
, sabiduría de la cual Vicente es maestro.
*Fragmentos del texto leído en la FIL en la presentación del libro Apología del lápiz, de AK, y Vicente Rojo (Conaculta, 2011).
*Para José María Pérez Gay, con el mejor de mis abrazos.