Se exhibe en París historia de su relación amorosa, de su intimidad con lo visible
Sábado 3 de diciembre de 2011, p. 36
Cualquier europeo que haya vivido durante el siglo XX y haya sido un apasionado de la pintura tuvo que intentar conciliar los logros, el misterio, el fracaso o el triunfo de la obra de vida de Paul Cézanne, que murió seis años después de comenzado el siglo, a la edad de 67. Era un profeta pero, como muchos profetas, eso no fue lo que intentó ser.
En el Palacio de Luxemburgo en París hay ahora una espléndida exposición de 75 pinturas de todos los periodos de su vida, más un suntuoso catálogo tras del cual hay mucha investigación. Esto nos ofrece la oportunidad de verlo, una vez más, en toda su originalidad.
Para mí, tras toda una vida de compañía con él, la exposición fue una revelación. Me olvidé del impresionismo, del cubismo, de la historia del arte del siglo XX, del modernismo y el posmodernismo, y lo único que miré fue la historia de su relación amorosa, de su intimidad con lo visible. Y lo vi todo como un diagrama, uno de esos diagramas que uno encuentra en un folleto de instrucciones de cómo utilizar un nuevo aparato, una herramienta.
Comencemos con el negro que hallamos en muchas de sus primerísimas obras, cuando andaba por sus 20 años. Es un negro como ningún otro en la pintura. Tiene una presencia tal, ¡una sustancia! Su predominancia es algo semejante a la oscuridad de los últimos Rembrandt, pero este negro es mucho más tangible. Es como el negro de una caja que potencialmente contiene todo lo que existe en el mundo sustancial.
Unos 10 años después Cézanne comienza a extraerle colores a la caja negra: no colores primarios, porque son abstracciones, sino colores sustanciales, complejos –y él busca lugares para ellos en lo que está mirando intensamente: un techo o una manzana para un rojo, un cuerpo para un color carne, una área particular del cielo entre las nubes para un azul.
Estos colores que extrae son cual muestras de tejidos textiles excepto que, en vez de estar hechos de fibra o de algodón, están hechos de los rastros que un pincel o una espátula dejan tras de sí como pintura al óleo.
Luego, durante los últimos 20 años de su vida, comienza a aplicar esos manchones de color a la tela, no donde corresponderían con el color local de un objeto, sino donde ellos, en sí mismos, puedan indicar un sendero que se aleja o se aproxima para que lo recorran nuestros ojos por el espacio. Y al mismo tiempo deja sin tocar más y más retazos de la tela blanca. Pero estos pasillos no tocados no son mudos; representan el vacío, la oquedad abierta, de donde lo sustancial, con todo el espacio que lo circunda, emerge.
Los proféticos trabajos posteriores de Cézanne tienen que ver con la creación, la creación del mundo o, si lo prefieren, del universo. Estoy tentado a llamarle a la caja negra, que entendí como punto de partida, hoyo negro. Sin embargo, hacerlo sería un truco verbal y, por tanto, algo muy fácil, mientras lo que él hizo fue algo obstinado, persistente, difícil.
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Creo que durante el viaje de Cézanne como pintor su estado mental cambió escatológicamente.
Desde el principio lo obsesionó el enigma de lo sustancial. Por qué son sólidas las cosas. Por qué todo, incluso nosotros como seres humanos, estamos hechos de algo. En sus más tempranas obras tendía a reducir lo sustancial a lo corpóreo, como es evidente en el cuerpo humano en el que estamos condenados a vivir.
Y ante el cuerpo humano tuvo la aguda conciencia de los ciegos anhelos del deseo y de una aptitud para la violencia gratuita. Por eso elegía una y otra vez temas como el asesinato o la tentación. Era mejor quizá que la caja negra se mantuviera cerrada.
Gradualmente, sin embargo, comenzó a expandir o a extender la noción o la sensación de corporalidad, de modo tal que incluyera cosas que normalmente no pensamos que tengan un cuerpo. En particular, esto es evidente en sus bodegones.
Las manzanas que pintaba tenían la autonomía de cuerpos. Cada manzana es poseída por sí misma. Cada manzana puede sostenerse en su mano y reconocerse única. Sus tazones de porcelana vacíos están esperando que los llenen. Su vacío es expectante. Su jarra de leche es innegable.
La mesa donde coloca las cosas que desea reunir para luego pintarlas se convierte en una ágora ateniense donde el debate es lo tangible, y el lenguaje utilizado es el de la articulación espacial. Es difícil de atrapar. Era un profeta.
Según mi diagrama, en la tercera y final fase de la obra de vida de Cézanne, empujó la noción de corporalidad más aún y descubrió una complementariedad entre el equilibrio de la anatomía de un cuerpo y la inevitabilidad natural y geológica de un paisaje.
Un adolescente (probablemente su hijo) yace en el pasto en uno de los bancos del río en las inmediaciones de París, y está tocado visiblemente por el aire que lo circunda del mismo modo en que el monte Saint Victoire en Provenza está tocado por la luz del sol y el viento de un día particular. Las hendiduras de algunas rocas en el bosque de Fontainebleau tienen la intimidad de las axilas. Sus baigneuses (bañistas) forman cordilleras como las montañas. La cantera abandonada en Bibémus parece un retrato.
¿Cuál es el secreto detrás de esto? La convicción de Cézanne de que lo que percibimos como visible no es algo dado sino una construcción que forjamos la naturaleza y nosotros.
“El paisaje –dijo– se piensa en mí, y yo soy su conciencia”. También dijo: el color es el lugar donde nuestro cerebro y el universo se juntan
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Así fue que desempacó la caja negra.
Traducción: Ramón Vera Herrera