Opinión
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Recuerdos del tío Ken
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El director británico con la modelo Twiggy, durante la filmación de The Boy Friend, en 1971Foto Ap
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jalá la muerte de Ken Russell, a los 84 años, sirva para revalorar su filmografía o, al menos, volver a ponerla en circulación. El cineasta que en los años 70 fue blanco favorito de la crítica es, en retrospectiva, un visionario que supo afrentar toda una tradición de solemne realismo en el cine británico con desenfadada vulgaridad, nunca reñida con la inventiva visual.

Salvo Tommy (1975), que ha sido difundida en devedé por su asociación con la ópera rock de los Who, no he visto sus películas más representativas en décadas. Ciertamente, Mujeres apasionadas (1969), La otra cara del amor (así se conoció en México The Music Lovers, 1970), Los demonios (1971), El mesías salvaje (1972) y Mahler (1974), para muchos su obra maestra, plantearon una nueva forma irreverente de abordar la recreación histórica.

A Russell no le preocupaba molestar a la academia; por el contrario, sus libres versiones de las biografías de artistas eran abiertas provocaciones que llegaron a su colmo en Lisztomania (1975). Que Liszt fuera visto como un rockstar de su momento era una de tantas licencias de una película considerada grotesca en su tiempo, pero que hoy debe ser bastante graciosa. (Aunque tal vez ellos mismos no lo consideraron, la influencia de Russell puede medirse en el cine de autores tan subversivos como Derek Jarman –quien fue su diseñador de producción en un par de ocasiones– y Peter Greenaway.)

No sólo su obra cinematográfica merece ser desenterrada. Su trabajo anterior para la BBC –también retratos de compositores– ha sido elogiado hasta por quienes después lo atacaron. Rescatar a ese primer Ken Russell y también películas malditas –y censuradas– como Los demonios, debería plantearse seriamente, al menos en plan de homenaje póstumo.

Tuve la oportunidad de conocer en persona a Russell cuando ambos formamos parte del jurado oficial del Festival de Sitges, en 1996. Con el antecedente de su cine, uno temía lidiar con un loco furioso. Pero no. Russell resultó ser un viejo encantador, con un extraordinario sentido del humor, cuya única excentricidad visible era usar calcetines color púrpura con huaraches. Con todos sus compañeros de jurado, bastante más jóvenes que él, se comportaba como un tío bonachón.

El realizador iba acompañado por una gringa guapota, a la que llamaba su enfermera, y pronto fueron apodados Ken y Barbie. Como buen festival español, el de Sitges ofrecía al jurado una degustación exhaustiva de la gastronomía local. Russell la disfrutaba mucho, sobre todo a la hora de los placeres etílicos. En una ocasión fuimos llevados a un restaurante llamado La Cocina de Mamá. En cuanto ocupamos una mesa, Russell empezó a golpear la mesa y a gritar, en español, ¡Mamá, el vino!

En las largas sobremesas el director hablaba de su cine en términos anecdóticos, nunca con la pose amarga del artista incomprendido sino, al contrario, con el recuerdo de haberse divertido. Cuando le pregunté sobre el comportamiento de los roqueros en el rodaje de Tommy, me contestó: Todos eran de oro puro, los actores más disciplinados con que he trabajado. ¿Hasta Keith Moon?, le insistí. Keith era el más puntual de todos. Una vez llegó tarde al llamado y me suplicaba que lo abofeteara.

La única vez que Russell habló mal de alguien fue cuando tocaba ver El libro de cabecera (1996), de Greenaway, precisamente. El tío Ken lo detestaba. De hecho, pasada media hora de película, se paró y abandonó la proyección. Sin embargo, no dijo nada cuando el resto del jurado decidió darle el premio principal. Russell entendía muy bien las reglas del fair play.

Twitter: @walyder