a corrida acabó con el ruedo de la Plaza México cubierto de rojos cojines sobre barro lodoso. Ante los ojos de los aficionados pasaban los toros de Rancho Seco y La Punta rumbo al destazadero desplegando al viento sus pitones como veletas al aire. Menos uno que se regresó a los corrales ante la incapacidad de su matador –Angelino– para pasaportarlo. En el camino alucinaba los árboles de las dehesas donde habitan los toros y viven a sus sombras las serpientes.
Serpientes curveándose alrededor del redondel veía José Luis Angelino agitando sus afilados dientes como queriendo apagar las llamas azulamarillento de los infiernos. El torero se sentía borracho de insultos. Ebrio con los rumores del tendido y las silbatinas y gritos que se escuchaban hasta Apizaco, se dedicó a picotear a su segundo enemigo hasta dejarlo como suadero en taco con su cebollita, chile y perejil. Asustado salió a matar al último de la tarde que le tocaba a Joselito Adame, herido, y parecía a punto del desmayo con el mejor torito de la corrida. Total una mala tarde cualquiera la tiene. Sí, pero no tanto.
Claro que los toros de Rancho Seco y La Punta no fueron los caramelitos débiles rodando por el ruedo de las primeras corridas. Si Angelino no estaba preparado para torear toritos, sino de encastada nobleza, si toreables. Joselito Adame más toreado, al desaparecer la lluvia lo citó en los medios entre remolinos de viento y el coso vibró y en vivificante correr de la sangre en la complicada red de venas y arterias se jugó la cornada en una tanda de pases escalofriantes a tono con el tiempo y el azar lo envió a la enfermería con una herida en el tórax y una oreja ganada a ley de un estoconazo. Estos toros no perdonan el mínimo error. Mas hay tardes en que los toreros se juegan la vida en serio, no tienen de otra.
Y después para variar venga la pachanga pueblerina. Un becerreco de Julio Delgado ideal para el rejoneo de Diego Ventura que había pasado desapercibido. Diego, con espléndidas cabalgaduras que domina a la perfección, estuvo entrenando en el coso toreando al dócil y bobalicón becerro de Don Julio espléndidamente. Al despachar a su enemigo de pinchazo y estocada en lo alto no entendía que el público guardara respetuoso silencio entre otras cosas porque no sacaba las manos de los bolsillos. Los cabales salimos rápido a los comederos. El tiempo estaba tequilero.