Opinión
Ver día anteriorSábado 26 de noviembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La secundaria uno
D

e entrada dos sentimientos encontrados: indignación por la antijurídica resolución de la Suprema Corte y gran satisfacción por la unidad de los jornaleros y la solidaridad de muchos e inteligentes amigos de la verdad.

Ahora al tema. La Secretaría de Educación Pública y el Fideicomiso Centro Histórico de la Ciudad de México hicieron lo necesario, importante inversión y voluntad política, para que en el viejo edificio que fue a finales del siglo XIX Seminario Tridentino de la Ciudad de México, nuevamente abra sus puertas la secundaria uno, en Regina 111, como modelo para el plan de estudios ampliados, con clases de siete de la mañana a tres de la tarde.

Que se renueve el espíritu vasconcelista de la época constructiva de la Revolución, es motivo de aplauso y además, para mí que a la mitad del siglo pasado cursé la secundaria en ese plantel, razón para compartir recuerdos y pretexto para algunos comentarios.

El edificio neoclásico, de sobria cantera gris, luce nuevamente su grandeza, en el barrio rehabilitado con buen tino por el actual gobierno; cuando fui alumno, los altos salones de los dos primeros pisos funcionaban como aulas acogedoras e iluminadas; en el tercero estaba el museo de ciencias naturales y el laboratorio de biología, ahí teníamos oportunidad de encontrarnos con colecciones de mariposas, mamíferos y peces disecados, plantas, microscopios y otros aparatos científicos que la guapa ayudante del doctor Ancona nos enseñaba a usar.

Al patio lo rodeaban altas paredes buenas para el frontón a mano; para ganar cancha bajábamos después de cada clase, de tres en tres los escalones, para regresar corriendo cuando se terminaban los diez minutos y empezaba la nueva clase. Ahí leíamos diario, en una de las paredes del cubo de la imponente escalera, una frase inolvidable, que si no fue recuperada en la remodelación, no estaría mal volver a inscribir: El que pierde la mañana, pierde el día y el que pierde la juventud pierde la vida.

Tuvimos entonces la suerte de contar con estupendos maestros. Ya mencioné al médico Leopoldo Ancona, elegantemente vestido, con su caja de gises de colores en la mano para lo mismo ilustrar una célula, que un colibrí o una liebre; en dibujo tuvimos al ilustre pintor Ramón Alba de la Canal, autor de los murales del monumento a Morelos en Janitzio y de un mural histórico, El desembarco de la cruz, el primero que se pintó en San Ildefonso.

En música nuestro profesor fue Roberto Téllez Oropeza, autor de la ópera Netzahualcóyotl, cuyo coro nos hacía entonar pidiendo la muerte de Tezozómoc; las matemáticas las enseñaba el estimado Félix Zurita, a quien llamábamos, no sin afecto, El Simétrico.

Otros destacados maestros fueron la de historia, María Teresa Landa, que había sido no sé si Miss México o Reina de la Primavera; Leopoldo Sánchez, El Tío Polito, quien nos enseñaba las reglas de los acentos y entretenía contándonos sus aventuras zapatistas en su tierra, Tlaxcala.

Dos maestros que especialmente influyeron en mi vocación y en mi vida fueron doña Gracia María Vargas, que nos puso en contacto con la prosa española y los versos bien rimados y medidos, y otro maestro excepcional, nada menos que Carlos Madrazo Becerra, el recio político tabasqueño que murió bajo sospecha al caer el avión en que viajaba en gira para fundar un nuevo partido con ideología revolucionaría y de avanzada, pero democrático y honrado.

Con Madrazo aprendimos Historia de México, en clases que eran verdaderas joyas de elocuencia y también a tomar nosotros la palabra en las ceremonias de los lunes; la primera vez que hablé en público fue a instancias de don Carlos y con el tema de Morelos.

La secundaria uno reabre sus puertas, enhorabuena para las nuevas generaciones de jóvenes que recorrerán los mismos pasillos, escaleras y patios y se abrirán caminos en la ciencia, el arte, el pensamiento y el deporte, que para eso debe servir la secundaria.