Misterios de Lisboa
l tiempo recobrado. Raúl Ruiz, formidable cineasta chileno desaparecido hace apenas dos meses, dejó una filmografía de 113 títulos, la mayoría filmados en Francia, su tierra de autoexilio. La originalidad de sus primeras narraciones para telefilmes en Europa le valió un rápido reconocimiento artístico, cimentado por una película novedosa y extraña, La hipótesis del cuadro robado (1978), a la que siguieron numerosas incursiones en la subjetividad y el surrealismo, con títulos memorables, Las tres coronas del marinero (1982) o El desvelado del puente de Alma (1985).
Capaz de entretejer varios relatos en una sola sugerencia onírica, el chileno parecía la persona indicada para acometer la adaptación de una obra de Marcel Proust, El tiempo recobrado, segmento final de un portento literario que otros cineastas habían intentado en vano llevar a la pantalla, entre ellos Luchino Visconti. El resultado fue desigual, pero algunas de sus imágenes son memorables.
Cuando Ruiz decidió al fin incursionar en un cine más comercial, con un reparto de figuras muy reconocidas (Isabelle Huppert, Michel Piccoli), mantuvo firme su propuesta estética y ganó públicos nuevos con dos cintas estupendas, Tres vidas y una sola muerte (1996) y Genealogías de un crimen (1997). Su curiosidad y enorme fuerza de trabajo lo llevarían al final de su vida, ya enfermo, pero siempre infatigable, a adaptar Misterios de Lisboa, una novela del también prolífico portugués decimonónico Camilo Castelo Branco, autor de quien Manoel de Oliveira había llevado a la pantalla Amor de perdición (1979), romántico fresco histórico de factura impecable.
Misterios de Lisboa es sin duda uno de los logros más sólidos en la larga trayectoria de Raúl Ruiz. Originalmente una serie televisiva de seis horas, adaptada a una versión de cuatro horas y media para la pantalla grande, la cinta deslumbra por su solvencia y su fluidez narrativas, su belleza plástica y su manera exuberante de enriquecer con anécdotas diversas, vasos comunicantes, una propuesta muy sencilla, el afán de un adolescente bastardo por encontrar a su padre desaparecido. Para ello se sirve de un espacio temporal que abarca tres generaciones, que comienza a mitad del siglo XIX y se remonta hasta la revolución francesa y las guerras napoleónicas.
Hablada en tres idiomas, filmada en cuatro países, la cinta ostenta un caudal narrativo en el que se confunden viejos temas y obsesiones del realizador chileno: las indagaciones de la memoria, el misterioso desdoblamiento de identidades, los juegos temporales que alternadamente siembran y desbrozan misterios, sólo para plantear enigmas nuevos que encienden la imaginación de los espectadores.
El tono melodramático no admite sutilezas (Algún día comprenderás que en el infierno que es el mundo, la esperanza de la muerte es el paraíso de los desdichados
). Del relato decimonónico se recobra directamente ese tono y también la sucesión de confidencias y revelaciones inesperadas, los monólogos arrebatados, las sentencias morales formativas. Como en una novela de Víctor Hugo, el adolescente bastardo refiere su vida y el impacto en su formación espiritual de un hombre misterioso, un camaleónico sacerdote con ardides y disfraces de seductor consumado. El resultado es un folletín fílmico de cuatro horas y media, profundo y sencillo, como conviene a toda obra de auténtica madurez artística.