icen que la luz del día es inocente de lo que ha pasado y pasa en las ciudades de los hombres, indiferente a sus triunfos y tragedias. Si en alguna necesita ser cierto es Berlín. Está en la naturaleza de las ciudades con larga historia la posibilidad de enloquecer en cualquier momento, padecer calamidades, autodevorarse, secarse, ser arrasadas. Sin embargo, parecen dotadas de alguna clase de duende que las anima a renacer. Podemos decir Bagdad, Tokio, La Habana, Cairo, Nueva York, México, San Petersburgo. Digamos que Berlín.
En ella se organizó uno de los peores crímenes colectivos de la historia, escalofriante por planeado, eficaz y consensuado. En Berlín se gestó el primer ensayo general del fin del mundo. En consecuencia, fue prácticamente destruida, castigada, dividida y aislada por las potencias vencedoras. Pero se las arregló para renacer y desarrollar una conciencia posterior a la demencia, que en el exasperado 68 berlinés (occidental) dio raíz al descontento juvenil con la certeza de que todos los mayores –padres, tíos, maestros– habían sido nazis, aunque lo negaran. No podía confiarse en ellos. Dicho clima lo retrata graciosamente Amigos absolutos (2003), el regreso de John le Carré a la ciudad de sus grandes éxitos desde El espía que llegó del frío (1963).
Durante cuatro décadas, Berlín sería dos. Sociedad y ruinas se reconstruyeron con lo que había de cada lado. Su gente se dedicó a sobrevivir obedeciendo a los rusos o los estadunidenses, y se dejó llevar con inercia histórica hacia el bienestar material en el que se encuentra hoy como comandancia general de Europa (sin ejército) y reserva del tesoro (económico). Una de las urbes más bellas, bullentes y audaces del mundo, como cualquier ciudad que se respete retiene en parques memorables la sensación de los bosques.
En ella resonaron los paseos perdidos de Walter Benjamin antes y después de la idiocia irreversible del imperio prusiano y la absurda primera guerra mundial
. Artistas como Bertolt Brecht y Georg Groz vapulearon sus falsas buenas conciencias. Revolucionarios necesarios como Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht allí quedaron, ahogados. La sobrevivieron Gottfried Benn y Alexander Döblin. Todos, berlineses por nacimiento o adopción. Franza Kafka no conoció muchas ciudades, pero se las arregló para visitarla, y mantener en ella la relación más larga y epistolar de su puñetera vida. Luego, los imbéciles de Hitler echaron a los opositores, o se los echaron, en la escasa década que duró aquella capital del imperio de mil años
diseñada por Albert Speer.
Siempre será el escenario de su hija Marlene Dietrich, la de El ángel azul (1930) bajo al batuta de Joseph von Sternberg, y la que canta Black Market prácticamente sobre las ruinas bajo la batuta de Billy Wilder (A Foreign Affair, 1948). Cruzada por los ríos Spree y Havel, y acostumbrada a los puentes, padeció un muro y un cerco que la volvió isla de la Guerra Fría hasta 1989. Toda la posguerra representó el grado cero del empate nuclear, algo así como el fusible del planeta. Quizá bajo la idea de que holocausto con holocausto se paga, ahí apuntaban los misiles de Moscú, allí enseñaban sus dientes los misiles de Washington. Eso deja huella. La ingobernable musa de Achtung Baby (1991), el gran disco berlinés de U2, se la pasa hablando del fin de mundo mientras los demás se divierten.
Si veneno que no mata engorda
¿será que locura que no mata enseña sensatez? Ojalá le pase a Berlín, porque su responsabilidad actual es inmensa: una de las sedes financieras del orbe, metrópoli del concierto global, melting pot controlado, madre de artes, ciencias y el urbanismo de punta. Quién lo dijera: pasó de la condenada
a árbitro de Europa y fiel de la balanza en el capitalismo tardío, lejos ya de la melancólica ciudad de ángeles caídos de Peter Handke y Wim Wenders (Las alas del deseo, 1987), que bastante hacía con mandarse a sí misma antes de la traumática reunificación y su renovada vocación imperial.
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Contra lo que pudiera pensarse, las ciudades son indestructibles. Hasta las de peor destino (Hiroshima, Bagdad, Kabul) inevitablemente renacen de los escombros. Hay otras destrucciones, como las sufridas en su alma por Santiago en 1973. Tras largos años de penitencia (se supone que dorada gracias a las recetas de los Chicago Boys), escenifica estos días un despertar, libre del pasado inconfesable de los abuelos y la cómoda claudicación de los padres. Los jóvenes en Chile resultan padres de sus padres. No les quedan heridas que lavar ni culpas que extirpar. Los muertos acabaron de enterrar a sus muertos.
La incesante metamorfosis convierte a las ciudades en epicentro para la especulación y el consumismo, la diástole y la sístole de la violencia, el perfeccionamiento del control y la alienación. También para otras formas de resistencia vital en puntos neurálgicos como Tahrir, Sol, Sintagma, lugares de esos, viejos y nuevos.
¿Y la luz? Bien, gracias.