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El viaje circular Es necesario fortalecer las resistencias a la
usurpación y privatización de territorios, recursos naturales Ernest Cañada en Turismo placebo Alegoría del tránsito entre nacimiento y muerte que es la vida, el viaje es riesgo y aventura pues en los verdaderos –como en el vivir– sabemos de dónde venimos mas no a dónde vamos. En cambio, los recorridos acotados y previsibles del turismo convencional son apenas sucedáneos descafeinados del verdadero viaje. Derivado de tour, vocablo francés trasladado al inglés y proveniente del latín tornare, turismo designa un movimiento circular que termina donde empezó, a diferencia de viaje, proveniente del latín viaticum, que significa trasladarse de un lugar a otro. Así, el viaje sin retorno precontratado es dislocación e íntima mudanza mientras que el turismo corriente se agota en experiencias epidérmicas y domesticadas tan efímeras como el bronceado veraniego de la piel. Los viajes verdaderos como los emprendidos por Cristóbal Colón, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, los migrantes de la diáspora latinoamericana o los usuarios de alucinógenos son saltos al vacío que descentran al viajante y a veces al mundo. Los adocenados tours vacacionales, en cambio, ratifican al turista en la hogareña cotidianidad del que muestra a los (fastidiados) amigos los registros digitales de sus últimas vacaciones. Impulsado sobre todo por los ingleses, el turismo se expande a partir de la segunda mitad del siglo XIX a la par que se globaliza el mercado, se perfeccionan los medios de transporte y culmina el reparto del mundo entre las potencias imperiales encabezadas por la misma Inglaterra que en 1857 funda el British Alpin Club y que tanto gusta de los “viajes de placer”. Se dice que Herodoto fue el primer turista pues las Historias son crónicas de sus tours por el mundo mediterráneo. Pero los prototuristas imperiales de nuestro continente fueron exploradores como Alexander von Humboldt y otros menos afamados que combinaban genuina curiosidad científica con mercenaria prospección colonialista. El turismo es un epifenómeno del colonialismo que responde al gusto metropolitano por las riquezas de ultramar pero también por los climas benignos, los lugares remotos, las costumbres excéntricas, la comida heterodoxa y la sexualidad prohibida. Al comienzo los “viajes de placer” son caros y elitistas de modo que las clases medias y los pobres se conforman con visitar de vez en cuando al tío que vive en el campo o con la experiencia vicaria del exotismo que en la primera mitad del siglo popularizan las imágenes litográficas, luego la fotografía estereoscópica y las tarjetas postales, y más tarde los impresos en fotograbado. Pero en el siglo XX y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, cobra fuerza lo que Ernest Mandel llamó “industrialización de la recreación”, impulsada por capitales trasnacionales que gracias a sus economías de escala abaratan y masifican el turismo. Así, desde hace medio siglo el talante colonialista del turismo ya no está tanto en que quienes lo practican provengan mayormente del “primer mundo”, como en que los prestadores de estos servicios son un puñado de capitales metropolitanos que lucran con los bienes naturales y culturales del planeta. Hoy diez grandes cadenas de servicios turísticos tienen hoteles en más de 30 países cada una y las tres mayores están en más de cien. En cuanto a cuartos de hotel, las diez punteras disponen de más de cien mil cada una y las cuatro mayores cuentan cada una con más de medio millón de cuartos. El boom de inversión hotelera e inmobiliaria turística en los años anteriores a la crisis recesiva de 2008 estuvo asociado con la especulación financiera y los movimientos de los fondos de inversión, porque al igual que el petróleo y los alimentos, el turismo es un negocio sustentado en las rentas y donde lo que cuenta no es tanto la producción de servicios como lo que Allen Cordero llama “acaparamiento de las posibilidades de inversión”. Es decir la privatización de los territorios con bienes culturales o naturales atractivos, pero también de los subsidios y exenciones que ofrecen los estados, de la infraestructura desarrollada con recursos públicos y de la mano de obra local dispuesta a aceptar empleos precarios. Los capitales turísticos, escribe Maciá Blázquez, “buscan entornos institucionales menos exigentes: con medioambiente contaminable; recursos naturales sobre explotables; tierra, agua y ecosistemas enajenables; población subcontratable; estatización de los gastos de infraestructura; exenciones fiscales (…)”. El saldo es la turistización generalizada del mundo denunciada y confrontada por movimientos ambientalistas. Surge entonces el discurso del “turismo sostenible” con que las grandes cadenas tratan de convencer de que son ecológicas y cuidan el agua, sólo porque recomiendan a sus clientes usar las toallas más de una vez, y también un turismo elitista de sofisticada rusticidad y precios prohibitivos. Sin embargo el incluyente y masivo turismo popular sigue siendo socio-ambientalmente agresivo. Hay opciones. Desde hace más de medio siglo se empezó a hablar de turismo alternativo y en los años recientes han proliferado experiencias de turismo con identidad, ecológico, responsable, solidario, equitativo, campesino, rural comunitario… Cuando no se trata de simple discurso “políticamente correcto”, nos encontramos frente a lo que Allen Cordero llama “democratización social del turismo”: iniciativas provenientes de organizaciones populares o de pequeños prestadores de servicios, que no se despliegan en los grandes centros sino en comunidades pequeñas y dispersas, y que no pretenden atraer a contingentes numerosos sino a pequeños grupos. Pero, sobre todo, que buscan establecer una relación horizontal, respetuosa y fraterna entre las comunidades receptoras y sus visitantes, quitándole al turisteo el tufo racista, clasista y colonialista que lo impregna desde hace casi dos siglos. La democratización social del turismo tiene dos caras: la del prestador de servicios y la del receptor, y no pasará de experiencia marginal mientras, por su baratura, siga siendo dominante el turismo de masas practicado en los grandes y saturados centros históricos cuya capacidad de carga fue rebasada desde hace mucho. El otro problema es la capacidad que tienen los mega capitales turísticos trasnacionales respaldados por el Estado, de ocupar los espacios abiertos por el modelo turístico de base endógena. En México el turismo masivo es posrevolucionario. En 1920 visitaron el país apenas ocho mil turistas extranjeros, para 1940 llegaron 250 mil y en 1960 ya fueron 761 mil. Pero la afluencia se disparó a raíz de la promoción que representaron las Olimpiadas de 1968 y el Mundial de Fútbol de 1970, de modo que para 1980 ingresaron unos cuatro millones de turistas y actualmente llegan cada año alrededor de 20 millones, a los que hay que agregar más de 60 millones de turistas nacionales que se alojan en hoteles. La industria turística representa alrededor de ocho por ciento del Producto Interno Bruto, emplea a unos dos millones de personas y genera ingresos a la nación del orden de 13 mil millones de dólares, sólo superados por la exportación de petróleo y las remesas. Pero la industria turística nacional tiene fuertes impactos sociales y ambientales y está altamente concentrada en un pequeño grupo de cadenas prestadoras de servicios, pues de los 15 mil hoteles con 600 mil cuartos disponibles, más de la cuarta parte y los mayores y mejores, pertenecen a las grandes cadenas, muchas de ellas trasnacionales. De estas últimas, un buen número es de empresarios españoles que –como nos informa Joan Buades–, al saturar las posibilidades de su emporio en las islas Baleares, “extienden su modelo allende los mares, en una especie de ’recolonización’ latina, integrándose con compañías aéreas, agencias de viaje, operadores turísticos, urbanizadores, especuladores inmobiliarios y entidades financieras para exprimir América Latina”. El capital ibérico tiene 60 grandes hoteles en México y sólo en Cancún opera 25 mil cuartos. Así, hay que dar la batalla en tres frentes: denunciar y revertir el carácter predador del gran turismo, tanto del elitista como el de masas; impedir la privatización para usos turísticos de tierras y aguas de valor ambiental y sociocultural, e impulsar la democratización social del turismo por medio de proyectos de base cooperativa y/o comunitaria. “El turismo no es un campo inerte dominado por una sola fuerza –ha dicho Allen Cordero–, sino un espacio de poder y por ende de contradicciones permanentes”. Y es en ese espacio donde habrá que demostrar que otro turismo es posible. |