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Turismo comunitario, un espacio en disputa Ernest Cañada El turismo comunitario recibe una atención creciente en América Latina. En numerosos países se han creado redes y plataformas de coordinación e incluso cámaras de este tipo de iniciativas; se formulan políticas nacionales orientadas directa o indirectamente hacia el sector; la cooperación internacional destina importantes fondos para su desarrollo; una parte del empresariado turístico descubre la potencialidad de su oferta y busca cómo establecer alianzas comerciales, y la academia centra cada vez más su atención en el análisis de estos procesos. Este protagonismo no deja de ser un arma de doble filo: si bien puede significar una forma de ampliar sus potencialidades, al mismo tiempo lo sitúa en terreno de disputa entre intereses divergentes. En este campo de múltiples influencias en contradicción se vuelve más necesario, si cabe, rediscutir cómo entender el turismo comunitario. Por nuestra parte, lo hemos definido como un modelo de actividad turística desarrollada principalmente en zonas rurales y en el que la población local –en especial pueblos indígenas y familias campesinas–, por medio de sus distintas estructuras organizativas de carácter colectivo, ejerce un papel preponderante en el control de su ejecución, gestión y distribución de beneficios. Su desarrollo se concreta en múltiples formas, según sean las características particulares que tiene la comunidad rural en cada contexto, especialmente en relación con sus capacidades de actuación política y estructuras de organización. En su origen el turismo comunitario no nace como sustitución de las actividades agropecuarias tradicionales (agricultura, ganadería, pesca, producción artesanal, etcétera), sino como una forma de diversificar y complementar las economías de base familiar campesina e indígena. La principal fortaleza de su oferta turística, independientemente de cuáles son las actividades concretas que el turista puede llevar a cabo en cada lugar, se ha basado en posibilitar un espacio de encuentro y acercamiento vivencial con la gente que habita en el campo y con lo que hace cotidianamente. Y esta es la principal fuerza del campesinado y los pueblos indígenas, en lo que ningún otro tipo de oferta turística les puede superar.
Las políticas de exclusión y empobrecimiento de muchas zonas rurales estuvieron en el origen de esta necesidad de generar alternativas y nuevas fuentes de empleo en áreas rurales. Pero además de cooperativas agropecuarias, familias campesinas y pueblos indígenas que buscaron en el turismo comunitario un modo particular de ampliar y complementar sus ingresos, otros colectivos han incursionado en este mismo camino. Es el caso, por ejemplo, de organizaciones ambientalistas y de conservación de base comunitaria que querían desarrollar actividades amigables con la naturaleza ahí donde ya estaban interviniendo; el de comunidades y pueblos en situación de postconflicto que trataban de reinsertarse en la vida civil con nuevas actividades y mantener viva la memoria colectiva, o el de grupos de mujeres que intentaban aumentar su autonomía económica y posibilidades de empoderamiento. Paradójicamente, a medida que el turismo comunitario ha ido ganado protagonismo, desde algunas instancias tiende a ser confundido o considerado simplemente como un subproducto del turismo rural. Esta distinción no es un problema menor. Si todo se convierte y diluye en el turismo rural, pierde protagonismo la apuesta que hacen los sectores más desfavorecidos para intentar apropiarse de una determinada actividad, recursos y territorios. El riesgo está en que quienes acaben siendo los principales beneficiarios de las políticas públicas y de cooperación sean los sectores con más recursos con presencia en el ámbito rural. Esto es lo que ha ocurrido en muchos lugares de Europa, donde los sectores que continuaban vinculados a la producción agropecuaria y que complementan sus ingresos con algún tipo de actividad turística han sido arrinconados y marginalizados. De este modo, dentro del turismo rural hemos acabado por encontrar cada vez más a grandes inversionistas desligados de esos territorios y de las preocupaciones de su población originaria. La discusión en realidad no se reduce a un problema técnico, de la oportunidad o no de crear subproductos turísticos, sino de clase: del posicionamiento de una actividad económica en manos de determinados grupos sociales. El turismo comunitario tiene que ver, en definitiva, con una voluntad de apropiación de las poblaciones rurales organizadas sobre sus recursos y territorios. No representa otra cosa que una búsqueda y afirmación de control social. Esta es la aspiración que el turismo comunitario no puede perder entre los focos de esta atención pública creciente. Los retos de una antropología del turismo
Jesús Antonio Machuca El turismo es un sector en expansión de la economía mundial que se ha venido incrementando de manera notable en las recientes décadas. Es parte del mismo proceso de mundialización que ha colocado a numerosas comunidades en condiciones de sobrevivencia y extrema precariedad y que ha conducido a la población mundial a abandonar las actividades agrícolas y emigrar de modo continuo en busca de fuentes de trabajo y de nuevos medios de vida. Sin embargo este es un hecho que se omite con frecuencia en los estudios que pretenden dar cuenta del aspecto más benéfico del turismo. Desde el surgimiento de dicho fenómeno, y a todo lo largo del siglo XX, la antropología pudo constatar en el turista una figura no muy distinta del propio antropólogo cuando entra en contacto con las otras culturas exóticas con el fin de estudiarlas (y ha podido contemplarse por ello así, como ante un espejo). En la actualidad, con el desbordamiento de los flujos y la familiaridad de los encuentros entre anfitriones y huéspedes, se desarrolla una compleja trama de interacciones por la cual parece haberse sobrepasado la distancia de una alteridad diagnosticada en otro momento como irreductible. Con ello se han generado formas –de relaciones y servicios– estandarizadas, así como de segmentación del mercado en espacios de un multiculturalismo asimétrico que ha suscitado cambios notables en las culturas vernáculas. El panorama del turismo se ha diversificado ante todo como una oferta de servicios y experiencias de lo más diverso: el ecoturismo, el turismo rural, de aventura, de riesgo; el cultural, además del tradicional de sol y playa. Los estudios antropológicos constatan que en esos espacios se producen situaciones en las que aparentemente se borra la distancia entre visitantes y residentes, y los espectadores devienen en actores involucrados. Incluso, hay quienes sugieren la formación de categorías sociales intersticiales y la virtual desaparición del propio turista (ver Yanes, Sergi. “The social conceptualization of the tourism”. Turiscòpia and Observatori de la Vida Quotidiana, www.turiscopia.blogspot.com, www.ovq.cat). Fenómenos de este tipo han obligado a los estudiosos de las transformaciones culturales a generar nuevas maneras de enfocar y conceptualizar la realidad que resulta de esos encuentros e interrelaciones, cuyas fronteras (entre turistas y no turistas) se han vuelto difíciles de dilucidar. A su vez, los habitantes desarrollan una capacidad adaptativa a las condiciones de una economía en la que el atractivo expuesto en el mercado es su propia cultura. Y se ven en la situación de producir un efecto de autenticidad donde ya se ha generado una forma de producción estandarizada, ante la recurrente demanda turística, que a su vez pretende y exige acceder a lo que es original. Hay una contradicción insuperable en el principio de esa exigencia, pues el proceder en el sentido de que el turista acceda a experiencias de autenticidad, tiene simétricamente como resultado la desaparición de la autenticidad que se persigue, por lo que ésta se convierte en una ilusión. Como el contacto que sobreviene es masivo, recurrente y continuo, tiene en su propia manifestación –como consecuencia– la anulación de aquello a lo que se pretende asistir. La antropología ha podido constatar en esta situación el síntoma de la inaccesibilidad del objeto perseguido (de manera análoga al objeto inalcanzable del deseo que describió Freud). Pero también, la confirmación de que aquello que se hace a título del sujeto soberano, como dueño de sus elecciones, es en los hechos del orden de una masa de consumidores. La pregunta que surge es si en el ámbito turístico, la cultura –transfigurada en un simulacro, disfrazada en la parodia de sí misma, con lo que denota las nuevas formas de servidumbre– puede seguir siendo algo significativo después de ser vertida y puesta en función de la dinámica del mercado. Todo parece indicar que se diluye ese objeto tradicional de la antropología que era la figura del otro exótico (que en ocasiones viene inversamente a ser el propio turista). El “nativo”, por su parte, se ha integrado y adaptado con gran facilidad a la febril dinámica de la globalización. Ello va aparejado asimismo al desvanecimiento de las cultura vernáculas, tal y como las ha definido y aún trata de rescatar la propia Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Por otro lado, los estudios sociológicos y antropológicos sobre el turismo –y el interés en las carreras de turismo ligadas al sector– han experimentado un ascenso notable en todo el mundo, y autores que desestimaban este campo escriben ahora acerca del mismo con interés creciente. Se propone la instauración de observatorios mundiales y el monitoreo de sus impactos, ya que se inscribe en los movimientos económicos globales como una de las más importantes fuentes de ingresos en los países, pero también de los ámbitos más sensibles de la sociedad del riesgo, vulnerable por las vicisitudes financieras en el mundo, amenazada por catástrofes naturales, las pandemias como el H1N1 o el narcotráfico, como ha sucedido en México. La antropología se transforma inevitablemente al conocer los fenómenos que estudia. Al redescubrir las transformaciones de la alteridad que supone esta mutación de la sociedad contemporánea, se desdibuja por otra parte lo que consideró como su objeto original de estudio. Otros retos se añaden a lo anterior: los de la avalancha empresarial sobre las regiones ricas en biodiversidad y diversidad cultural, en lo que, sin exagerar podría caracterizarse como una nueva etapa de la explotación territorial por parte del capital turístico. Los consorcios del ramo se desplazan reconvertidos en el turismo de aventura, como sucede actualmente de Chiapas, donde los grupos de hoteleros presionan avanzando sobre las áreas restringidas de la Reserva de la Biósfera de Montes Azules (Selva Lacandona) con el aval de la propia Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) y de la Secretaría estatal de Turismo. Los promotores de estos proyectos aprovechan las condiciones creadas previamente por las comunidades que han pretendido desarrollar un turismo de bajo impacto. Una cuestión está en saber si el turismo podría llegar a emanciparse de los agentes que lo promueven y a constituirse en un ámbito de socialidad de la misma naturaleza que cualquier otra comunidad humana, o es un ámbito superficial y artificialmente producido por el mercado e irremediablemente dependiente del mismo. Y si las ciencias humanas y sociales tienen todavía en ello un objeto sobre el cual descubrir facetas de la vida humana que sean significativas. Por fortuna, no sólo prevalecen los estereotipados rituales a la carta en los enclaves turísticos de la Rivera Maya. También los actores sociocomunitarios que no se han integrado en los circuitos dominantes de las empresas transnacionales del turismo (como la Red Indígena de Turismo Alternativo, RITA) o las cooperativas de la Sierra Norte de Puebla se han aventurado en este campo, y generan su propio modelo, incursionado con propuestas que abarcan el ordenamiento territorial y la preocupación por la preservación de los recursos ambientales, promoviendo un tipo de turismo en ámbitos socialmente orientados hacia un fomento de relaciones más cabalmente interculturales. Está por verse, sin embargo, si el turismo comunitario alternativo, logrará salvar los retos que ha enfrentado en su respectivo terreno la antropología, evitando la mercantilización y la masificación avasalladora que conlleva el fenómeno turístico, a menos que esas consecuencias sean una característica ineludible y consustancial al mismo.
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