os ciento y un años del estallido de la Revolución Mexicana no serán recordados. Si el gobierno de Felipe Calderón en 2010 hizo un uso masivo de la evocación de esa fecha para precisar su propia legitimidad política, lo que queda del espectáculo que fueron las celebraciones del Bicentenario es la certidumbre de que no hay en el panismo ningún indicio o mínima inclinación por preservar el registro de la ruptura que se inició en 1910 como un efectivo lugar nacional de la memoria. En rigor, ese páramo de lagunas, silencios y negaciones que siguen persiguiendo a la mentalidad histórica del mundo conservador mexicano, lo único que parece haber logrado es deslavar el repertorio de una mitología fraguada a lo largo de 70 años de apelaciones ideológicas y oficiosas a la revolución, pero no erradicarlas.
Las estrategias de ese deslavamiento pueden resultar hasta jocosas. No es casual, por ejemplo, que todas las fechas que fijaban los rituales oficiales en torno a esa memoria (prácticamente de Estado hasta el año 2000) hayan quedado movidas o removidas de sus casillas. El 5 de febrero, por citar un caso, el antiguo y fanfárrico Día de la Constitución, pasó de ser un despliegue masivo y seudocívico de miles y miles de escolares que debían soportar una resolana en el Zócalo, a un día libre
. Si cae un jueves, el descanso se otorga el lunes para evitar embotellamientos y puentes
vacacionales espontáneos. Con el 20 de noviembre sucede lo mismo. El desfile deportivo –cuyos orígenes se remontaban a los años 20– sucumbió frente al celo cristero de Vicente Fox, y el Día de la Revolución quedó como la traza de un fantasma. El PAN, ciertamente, no ha querido combatir esa antología antigua de actos oficiales –la condenscendencia con el PRI se lo ha impedido– que iconizaban al belicoso acontecimiento, simplemente los ha convertido en chatarra cívica. El dilema es que un Estado que hace de la historia un pretexto para el olvido puede rencontrar esos fantasmas en el camino menos deseado.
Del 2010 queda acaso un cúmulo de reflexiones y debates que irá buscando sus paralajes e inserciones en la vida pública de una manera, digamos, involuntaria. Esa es la debilidad y la virtud de toda aproximación crítica a la historia. Vale tan sólo por sus argumentos. Siempre existen, al menos, dos tipos de historia: la que está dedicada al servicio del espectáculo, y la que se desarrolla en los laberintos (a veces fértiles) de la reflexión. La publicación de las conversaciones que entablaron el recientemente fallecido Friedrich Katz y Claudio Lomnitz el año pasado sobre las interpretaciones del porfiriato y de la revolución (El Porfiriato y la Revolución en la historia de México, Era, 2011) corresponden a esta segunda familia.
Hay algo que siempre resulta enigmático en la historiografía de Katz. No pertenece obviamente a ese género que pretende presentificar a los personajes del pasado: esa suerte de utopía narrativa que quiere contar una historia como si fuera de facto un ejercicio cinematográfico. Pero tampoco se rige por un método propiamente conceptual. La teoría para Katz es un horizonte desde el cual se puede –y hasta se debe– pensar el pasado, pero nunca una estrategia para representarlo. Tal vez la seducción de su escritura reside en una cualidad distinta, acaso poco estudiada: una suerte de sabiduría para imaginar y desplegar a los personajes de un drama social como expresiones efectivas de ciertas alegorías históricas. Alegorías de un drama, la Revolución Mexicana, que para Katz acabó siendo la saga de una gran tragedia.
Nada más lejos de Madero, Villa, Zapata y Carranza que la tentación –que inspiró a la mayoría de las revoluciones modernas– de instaurar paraísos utópicos. La revolución mueve a sus protagonistas por el árido laberinto de esa fuerza poderosa que es el pragmatismo (y que propone cualquier política de guerra). Pero en esa fastuosa inconexión, el historiador descubre que engendraron la esperanza de un cambio inimaginablemente sustancial.
Lo central (y lo insólito) en Madero no es tanto el proyecto de instaurar una democracia civil en una sociedad exenta de cualquier experiencia ciudadana, sino su solitaria y angustiosa defensa del gobierno electo legítimamente en la primera votación universal (universal
en la época significaba que no votaban ni los jóvenes ni las mujeres todavía). A Madero le hubiera sido tan fácil renunciar y dejar el cargo en manos de una figura negociada. Quien negoció durante más de dos años lo inconcebible, supo en 1913 que existía algo efectivamente innegociable: no sólo un procedimiento de gobierno (la democracia deliberativa
), sino sobre todo un horizonte de expectativas –acaso el estado de derecho.
La tragedia de Madero no se llamó Huerta –ése fue el enemigo–, se llamó: Zapata. La rebelión de las comunidades agrarias que buscaban reapropiarse no sólo de la tierra, sino del lenguaje, de la ley, de las formas de representación, reapropiarse de su mundo entero
, fue la utopía no de un retorno a la tradición
, como la llaman las historias sentimentales sobre la revolución, sino de una soberanía directa. Madero versus Zapata: las únicas dos utopías contingentes de la revolución que se enfrentaron hasta hacerse sucumbir una frente a la otra.
Entendida como la trama de una tragedia, la memoria de la Revolución Mexicana se revela para Katz como un pasado que resulta, por innegociable, siempre un acto posible de reflexión y, con ello, de vindicación.