Narco: un final negociado
rnesto Zedillo y Vicente Fox, dos ex presidentes que en sus respectivas administraciones se plegaron a los designios de Washington contra el narcotráfico
–al igual que ocurrió durante el salinato–, larvaron, en esa medida, la tragedia que hoy se abate sobre México: la receta prohibicionista y de represión activa fortalece, como se ha argumentado en entregas anteriores, a las organizaciones a las que pretende combatir, tanto en términos económicos como militares. En cuanto al empoderamiento político y social logrado por los cárteles, ha sido directamente impulsado por el modelo económico de minimización de la presencia estatal, desregulación y abandono de las obligaciones básicas del Estado en los ámbitos de la preservación de la soberanía, la alimentación, el empleo, la educación, la salud, los servicios. Ese modelo, sostenido contra viento y marea por los gobiernos zedillista y foxista, se ha traducido en la pérdida del control territorial de extensas regiones del país, que hoy aparecen dominadas por corporaciones criminales diversas, y en el debilitamiento de las instituciones públicas de inteligencia y seguridad nacional, muchas de cuyas funciones han sido grosera y cínicamente transferidas a varias dependencias del gobierno estadunidense.
En meses recientes, sin embargo, ambos ex mandatarios se han manifestado, cada cual a su modo, y sin el menor asomo de autocrítica, por alguna forma de despenalización de las drogas. Tanto Zedillo como Fox son responsables por la aplicación de una política antidrogas
que dejó miles de muertos –aunque las cifras de sus gobiernos parezcan mínimas comparadas con la horrenda masacre desencadenada por el de Felipe Calderón–, sufrimientos humanos indecibles, vidas rotas e incontables destinos arruinados. La frescura con la que ahora han salido a proponer lo contrario de lo que hicieron refleja de manera fiel la carencia de empatía y los grados de disociación a los que puede conducir el ejercicio del poder político.
Como quiera, esas inopinadas tomas de posición forman parte del desarrollo, en el seno de las derechas liberales mundiales, de una nueva actitud hacia el tema de las drogas en la que participan personajes como el magnate George Soros y Mario Vargas Llosa. Los nuevos adalides mexicanos de la despenalización tienen en común sus vínculos pasados o presentes con grandes transnacionales: si antes de dedicarse a la política el guanajuatense ocupó la gerencia latinoamericana de Coca-Cola, el sucesor de Salinas, tras abandonar Los Pinos, ha sido empleado de esa misma empresa, así como de Procter & Gamble, Daimler-Chrysler, Alcoa, Grupo PRISA y Union Pacific, entre otras. Puede ser que los pronunciamientos de Zedillo y de Fox sean resultado de meras ocurrencias personales, pero puede ser, también, que sean expresión de intereses corporativos –los farmacéuticos y los refresqueros, por ejemplo– dispuestos a disputar a la delincuencia informal un enorme y vasto mercado, y a instaurar, con base en la conversión de sicotrópicos hoy proscritos en productos de consumo regular, ramos industriales tan intachables como lo son actualmente la tabacalera, la licorera y la de bebidas energetizantes
que contienen taurina. Lo anterior es especulación. Pero, sean cuales fueren los motivos reales de Fox y de Zedillo, lo cierto es que ambos representan corrientes políticas dispuestas a dar el paso de la despenalización de las drogas. El dato es relevante si se considera el cúmulo de intereses, inercias y moralinas al que tarde o temprano habrá que hacer frente para aplicar la única solución de fondo real y posible al problema del narcotráfico en México.
Si se sigue la lógica de la prohibición hasta sus últimas consecuencias, resultará evidente que los primeros interesados en mantenerla son los corporativos que le deben su existencia, es decir, los cárteles propiamente dichos y las estructuras de complicidad enquistadas en el sector público –aduanas, oficinas fiscales, cuerpos de la fuerza pública, gobiernos estatales y municipales– y en la oligarquía empresarial –bancos, casas de bolsa y de cambio, y un sinfín de empresas que obtienen sus utilidades reales, o cuando menos las principales, del lavado de dinero–, que en conjunto representan un formidable poder desestabilizador.
En presencia de ese poder sería sumamente ingenuo suponer que bastara con una negociación política en el seno del Legislativo para operar, mediante las reformas legales correspondientes, el fin de la prohibición: el mismo narco y sus ramificaciones se encargarían de mantenerla, de facto, por medio del terror y la violencia, y se generaría una nueva espiral de guerra en la que el Estado llevaría, como ahora, las de perder.
Por eso es inevitable pensar en un proceso previo de pacificación y desmovilización de los grupos armados consagrados al negocio de burlar la prohibición. Ello implica, por incorrecto y hasta grotesco que parezca, otorgarles el estatuto de fuerzas beligerantes, acudir a expertos internacionales en proceso de paz y observar y aplicar las medidas de desmovilización que acompañan el fin negociado de los conflictos armados.
De entrada, el poder público tendría que ofrecer cosas concretas a quienes viven del narcotráfico. La más evidente y fácil –aunque a todas luces insuficiente– sería la amnistía en las acusaciones y sentencias por delitos contra la salud. Ciertamente, no puede haber amnistía o indulto por delitos de sangre. Por añadidura, sería necesario ofrecer a los cabecillas de los cárteles destinos para la conversión de su dinero en capital, justamente a la manera en que hizo el gobierno de Estados Unidos con la mafia: Atlantic City, Las Vegas, Hollywood. La oferta gubernamental llevaría implícitos dos beneficios evidentes: por un lado, la inmediata extensión, en una magnitud de décadas, de lo que podría denominarse la esperanza media de vida de un narco; por el otro, la respetabilidad social, que no es lo de menos.
Desde luego, el narcotráfico y sus fenómenos asociados no son sólo un asunto de jefes. Debajo de ellos hay pirámides delictivas que integran a cientos de miles o a millones de personas, y que van desde los más humildes cultivadores, narcomenudistas, halcones y camellos hasta profesionistas necesarios para el funcionamiento de un negocio de decenas o centenares de miles de millones de dólares. Para sacar a esos miles y miles de ciudadanos de las filas del narcotráfico sin que caigan en otras modalidades delictivas es necesaria una política económica y social capaz de generar empleos dignos, de reactivar el campo y de dignificar las zonas marginadas de las urbes, como se ha dicho en entregas anteriores.
En la mesa de negociación tendrá que ponerse el tema espinosísimo de la desmovilización, reinserción social y, en su caso, castigo, de sicarios y de asesinos profesionales. Será lógico que muchos de ellos padecen de distorsiones severas y presentan un alto grado de peligrosidad; habrá algunos irrecuperables, para los cuales será necesario disponer de condiciones de reclusión seguras. A muchos habrá que capturarlos con la colaboración de sus antiguos compañeros y jefes.
Todo lo anterior presenta dificultades enormes que podrían parecer insuperables, si no existieran precedentes en distintos países y momentos históricos. Pero lo hasta aquí esbozado es un cuento de hadas comparado con otros dos obstáculos formidables a la despenalización: la súbita ausencia de dinero sucio en las economías y la reacción de Estados Unidos. ¿Los dejamos para la semana entrante?
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