Opinión
Ver día anteriorMartes 8 de noviembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Crisis y poder
S

i, como lo quiere el lugar común, las crisis son oportunidades, ésta será una inapreciable para que las sociedades de la Europa comunitaria echen un ojo al desempeño de sus respectivas administraciones públicas y de sus correspondientes élites empresariales y escudriñen algunas de las cosas turbias que hay debajo, atrás, alrededor y por encima del mayúsculo descalabro financiero.

Ya se sabe que durante muchos años el gobierno de Grecia timó a su propio pueblo y a sus socios de la Unión Europea y que vivió de prestado para ofrecer a algunos sectores de la población niveles de vida no muy acordes con las posibilidades reales de la economía griega; lo que aún no está claro es el conjunto de mecanismos corruptos que hicieron posible la estafa y que le permitieron emitir más deuda de la que podía pagar. Es improbable que las instancias europeas, del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, así como las agencias calificadoras –Standard & Poor’s, Moody’s, Fitch y demás– y los bancos de inversiones –UBS, Deutsche Bank, Credit Suisse, Nomura, Goldman Sachs, Merryl Linch, entre otros– ignoraran el grado de riesgo de los recursos que, a la postre, se evaporaron en Atenas. Como se dice por acá, esas entidades no dan paso sin huarache, así que, o bien fueron víctimas de una corrupta red de especialistas y tecnócratas incrustada en ellas, o bien sus directivos supieron lo que se venía y optaron por no hacer nada.

Pero detrás de Grecia vienen Italia, España y, en un exceso de mala suerte, una que otra economía de las hasta hace poco consideradas robustas: aunque no es bueno desear el peor de los escenarios posibles, las reacciones en cadena son harto conocidas y, en la inminencia, inevitables. También es del dominio público que los derrumbes financieros vienen precedidos, si no es que son directamente causados, por abusos sistemáticos, públicos y privados, en el manejo del dinero. En otros términos, los responsables de las bancarrotas tienen nombre y apellido, además de razón social.

En 2009 Barack Obama tuvo la lista precisa de los potentados, administradores y corporaciones que llevaron a Estados Unidos a algo cercano a la quiebra, y optó por no hacer nada. Tres lustros antes, en el México quebrado por las raterías astronómicas del salinato, el régimen de Ernesto Zedillo y sus aliados panistas supieron con exactitud a quiénes debíamos el desastre, pero en vez de exponer los nombres correspondientes a pesquisas judiciales, decidieron hacerse de la vista gorda y cargarle a la gente el costo de la bancarrota. Hoy en día, Felipe Calderón y su equipo conocen al dedillo la nómina de responsables de la postración en que se encuentra la economía mexicana, sea por evasión fiscal en escala de miles de millones o por desfalcos regulares y no menos cuantiosos; pero son los representantes de esos intereses los que urdieron la usurpación presidencial en curso y, lógicamente, no habrá castigo, y ni siquiera cumplimiento de las normas fiscales para ellos.

Cabe sospechar que no es muy distinto el trasfondo de los negocios en España o Francia, por más que allá se pacten con mayor elegancia y discreción. Eso no dura toda la vida: un día las disparidades entre lo oficial y lo real se vuelven inocultables y se percibe un faltante de dinero. Esto podría deberse a que hubo un masivo incendio de papel moneda, a que un pánico financiero evaporó los recursos o a que los extraterrestres anduvieron recolectando billetes, pero también puede deberse a que un terrícola se los robó; de hecho, esta última suele ser la explicación más plausible.

Las crisis financieras son, ciertamente, oportunidades para esconder bajo el tapete de la catástrofe, y así sea parcialmente, desfalcos multimillonarios. Pero también pueden dar pie a la exigencia de rendición de cuentas y a exámenes detallados de la probidad (o no) de las clases políticas, de las élites empresariales y de los funcionariatos de instancias internacionales. El derrumbe financiero en curso en el espacio común europeo puede permitir a las sociedades asomarse a la podre de sus propias estructuras políticas y financieras. De lograrlo, tal vez concluyan que la corrupción no es sólo un lejano ritual folklórico de Nicaragua o de Burkina Faso.