Diego Silveti se doctoró a los 26 años, pero no pudo con los mansos de San Isidro
Enrique Ponce regresó, ahora como un mago en decadencia al que le fallaron todos los trucos
Lunes 7 de noviembre de 2011, p. a46
Enrique Ponce, el tenebroso empresario Rafael Herrerías y el decorativo juez en turno se coludieron ayer, una vez más, para recordarnos que la Monumental Plaza México es el patio trasero de Las Ventas, pero todo les salió mal, y la vieja receta usada por años para fabricarle apoteosis artificiales al divo de Chiva, quedó hecha polvo ante el poderío, el valor, la elegancia, el temple y la entrega de Arturo Saldívar, que abandonó el pozo de Mixcoac llevado en hombros por gente que lo aclamaba a gritos, después de cortar cuatro orejas y un rabo en la inauguración de la temporada de invierno 2011-2012.
Diego Silveti, por su desafortunada parte, confirmó que a sus 26 años de edad está muy pero verde para tomar la alternativa, que ayer recibió de Ponce, y que no le sirvió para cuajar al primero de la tarde, un bomboncito del hierro aguascalentense de San Isidro, manso como todos sus hermanos, ni para resolver los complejos problemas que le planteó el segundo de su lote.
Desde el sábado temprano, las taquillas de la plaza anunciaron que ya no había boletos, mientras los revendedores los ofrecían a puños, a 100 o 200 por ciento más caros, en otro de los clásicos fraudes maquinados entre los que montan el espectáculo y las autoridades
del GDF que lo supervisan
. Autoridades que, además, aprobaron como si fueran toros de cuatro años de edad, a obesos novillos de menos de tres, pero, eso sí, engordados con anabólicos, que no pelearon en varas y terminaron rajándose, con excepción del último, que consagró a Saldívar.
Una gritería exasperada saludó al segundo de la tarde, Fiesta Eterna, una cabra sin cuernos, obviamente para Ponce. La protesta obligó al juez a cambiarlo, y sobre la puerta de toriles colgaron el nombre de Escultor, pero Herrerías dejó su palco y ordenó a los torileros que quitaran esa pizarra y pusieran la de Pirricos, un negro zaino, que saltó al ruedo con cuernos de vaca, y ante el cual nada logró el valenciano.
Al cuarto del encierro, creativamente llamado Molcas, cárdeno nevado de 485, Ponce no lo quiso ver con el capote, y con la muleta lo toreó a media altura, para redondear el trasteo con unas horrorosas cuclillinas y cobrar una estocada contraria y trasera que hizo doblar al rumiante, para que el del biombo le obsequiara una oreja.
Ya para culminar el atraco, a los ojos de los 40 mil espectadores allí reunidos, Ponce regaló, ahora sí, a Escultor, que traía más que listo como séptimo cajón, y le hizo una faena trapacera –17 minutos de trapazos y trapazos, miserables, que el juez no se atrevió a interrumpir ni con el pétalo de un aviso reglamentario–, y que terminó entre palmitas, bostezos y estornudos, mientras el exitoso mago de otras épocas se retiraba al callejón deprimido porque esta vez no supo convertir los claveles en palomas, y el conejo se le perdió dentro del sombrero.
Saldívar, en cambio, qué cosa, decía el público, por favor, qué verticalidad, qué sitio, qué mando, qué manera de ligar los muletazos en redondo para evitar que se le escapara Tata Rey, quinto de la tarde al que se zumbó con cuatro estatuarios en los medios, y persiguió por todo el ruedo para cortar las primeras dos orejas de la tarde. Y con Buen Mozo, que regaló para torearlo después del séptimo cajón de Ponce, qué hermosísimo quite le pegó por tafalleras y chicuelinas, y cómo le repitió las dosantinas hasta guiar al gentío al paroxismo, que se transformó en delirio cuando el toro rodó patas arriba, fulminado por un misericordioso volapié, del que ni siquiera llegó a enterarse.