ucho ha avanzado nuestro país en materia de democracia, desde los tiempos en que el presidente en turno decidía quién le habría de suceder en la silla presidencial, utilizando el entretenido juego de los tapados, con el que lograba ocultar por el tiempo necesario a su elegido, haciendo creer que varios tenían la posibilidad de sucederle y que sería el partido
quien finalmente tomaría la decisión.
Esos tiempos afortunadamente han quedado atrás: la imposición del candidato del PRI por parte del presidente saliente, con lo que se iniciaba la pantomima de un proceso electoral, sin otra alternativa que la imposición de ese candidato, el cual resultaba electo por el pueblo
luego de una campaña electoral fastuosa, sin más objetivo que legitimar al nuevo gobernante y abrir un espacio en la mente de todos los que seríamos sus súbditos los siguientes seis años, convirtiéndolo de ser una figura gris entre todas las del gabinete saliente, en la nueva esperanza de la nación, el dador de toda clase apoyos y beneficios, el gobernante idóneo y perfecto que el país necesitaba para enfrentar los grandes retos y lograr los cambios que el país reclamaba.
En la realidad, lo que sucedía era casi siempre lo mismo, el desvío de los recursos públicos hacia un proceso de dispendio en el que se distribuía dinero a manos llenas para asegurar el triunfo del candidato con los recursos del presupuesto federal. Con todo ello, el candidato sabía a quién le debía en forma exclusiva el puesto que habría de recibir en un futuro inmediato, sellándose así un compromiso que aseguraba al presidente saliente la cobertura y el olvido de todas las faltas cometidas por él y sus subalternos cercanos, así como algunas canonjías que les permitieran seguir beneficiándose con contratos y concesiones de todo tipo. Se trataba pues, de un pacto de complicidad entre los dos personajes, que en ocasiones traspasaba los linderos de la legalidad para conformar actos delictivos.
Con el tiempo, el esquema empezó a hacer agua, haciendo necesarios cada vez más recursos, y generando una situación de molestia popular contra el autoritarismo dominante, el movimiento de 1968 con sus innumerables victimas dio lugar a un nivel de concientización de la sociedad, que en 1988 llevó al gobierno y al PRI a una crisis inédita, al grado de tener que violentar los resultados electorales para mantener el poder.
El proceso por supuesto que generó una grave crisis de gobernabilidad, que se manifestó de principio a fin marcando el sexenio siguiente y dando lugar a una reforma política para asegurar el tránsito a la democracia y el fin del autoritarismo, mediante la creación del Instituto Federal Electoral, organismo autónomo de la sociedad civil, independiente del gobierno federal, encargado de normar y vigilar la limpieza de los procesos electorales.
La Reforma Política entró en vigor al inicio del siglo, haciendo posible la derrota del PRI en las urnas, algo que parecía imposible 15 o 20 años antes, dando lugar a la creencia popular de que México por fin había logrado la instalación de un sistema democrático, en el que se respetaría la voluntad popular. La recuperación del crecimiento económico y de los mínimos de bienestar serían sólo cosa de tiempo y de un tiempo pequeño, tal como lo aseguraba el gobierno del cambio recién inaugurado.
Los resultados luego de 11 años presentan un retroceso atroz en todos los aspectos económicos y sociales, que quizás alguien iluso pudiese argumentar que han sido los costos del tránsito a un régimen democrático, sin embargo, la democracia que hoy tenemos me parece más una ilusión o simplemente una caricatura deforme, respecto de la que debiéramos tener; la mejor prueba está, desde luego, en el nuevo fraude cometido contra la nación en el mismo 2006, con la participación del presidente en turno, el cual desafortunadamente no pudo ser demostrado por los partidos declarados perdedores, situación que hoy no ha podido ser superada, ya que ahora no sólo el gobierno federal sigue despilfarrando los recursos comprometidos para atender las necesidades de infraestructura y de servicios para la población, sino también los gobiernos estatales que hacen lo propio estableciendo que nada tienen que ver con la democracia.
En este nuevo sistema cada presidente, al igual que cada gobernador, debe su puesto no a quien desde la primera magistratura tenía el poder para designarlos, sino a intereses tan variados como siniestros. Tal fue el caso, desde luego, de Fox, con su club Amigos de Fox, a los que éste terminó pagando con puestos en su gabinete, como sucedió con la educación otorgada al grupo Monterrey, así como la serie de concesiones a bancos, empresas extranjeras, al clero y a grupos religiosos como Provida.
Los compromisos de Calderón fueron todavía más siniestros, dada su ilegitimidad y falta de simpatías del electorado en general. Los compromisos que hoy se conocen con la maestra Gordillo, con los operadores de casinos en diversas partes del país, así como con el mismo Fox, aunados a los que se infieren a partir de sus actos de desgobierno con empresas trasnacionales, a las que se les otorgan concesiones y contratos que enajenan el patrimonio nacional, dan cuenta de efectos reales que tienen su origen en el sistema democrático.
Si analizamos lo que sucede a nivel estatal, las cosas no son muy diferentes: la distribución de los puestos de gobierno terminan siendo pagos por los compromisos adquiridos por los gobernantes electos, sin importar que los nuevos funcionarios sean personas idóneas para ocuparlos, al fin de cuentas es apoderarse de los botines que representan las arcas públicas de cada estado, el modelo es réplica de lo que se observa en el gobierno federal, un ejemplo idóneo es el señor Molinar Horcasitas, como director del IMSS y luego secretario de Comunicaciones y transportes.
Este último caso nos lleva directamente a cuestionarnos qué tan ciudadanos son los consejeros ciudadanos que, supuestamente, tienen la responsabilidad del IFE. Su método de designación lo dice todo. ¿En verdad era éste el régimen democrático que buscábamos?.