uego de ajustarse con celo a las exigencias de Francia y Alemania y el Fondo Monetario Internacional (a pesar de la protesta creciente de los ciudadanos que en teoría serían salvados por Europa y el FMI), el hasta hoy primer ministro griego Giorgios Papandreu intenta un gesto final para salvar, si no a la destruida economía de su país, sí el último gramo de legitimidad de un gobierno acosado por los poderes reales de un capitalismo sin brújula. La jugada está condenada al fracaso, pero ha venido a probar, por si hiciera falta, la increíble fragilidad de la situación y el grado de confusión y desconcierto que priva en las capitanías generales de la Unión Europea, sobre todo en los cuarteles de mando de Sarkozy y Merkel. Es obvio que hay una crisis de liderazgo asociada al quebranto institucional de un mundo donde el capital financiero impone su propio juego al resto de la sociedad.
La experiencia de estos años, desde 2008 hasta ahora, revela la impotencia para frenar los abusos que llevaron a la crisis. Contra las esperanzas del momento, el modelo
causante del desastre no se derrumbó ni tampoco se produjo la gran reforma del sistema, por no hablar del incumplimiento de los sueños impacientes de los que creyeron ver en esos hechos la caída final del capitalismo. No fue así, y al poco tiempo, junto con el recetario del pasado, se reanimaron los que entonces parecían condenados, simbólicamente reunidos bajo el paraguas de Wall Street. No hubo castigo para los culpables
de la crisis y, de nuevo, vimos a los políticos naufragar ante las advertencias de las calificadoras actuando como oráculos ante la piedra de sacrificios del mercado.
Y, sin embargo, a pesar de la justa indignación de cada vez más gente en el mundo, el hecho alarmante, pese a las convulsiones del presente, es la ausencia de una verdadera oposición política coherente al ideario y las políticas que globalmente se aplican para supuestamente conjurar la recesión. Los gobernantes desechan olímpicamente toda noción que implique algo más que austeridad y rechazan los muy tímidos intentos de adoptar medidas de control a los tiburones financieros, aunque para ello tengan que lidiar con la protesta en aumento de amplios sectores. Paradójicamente, lejos de debilitarse por la incertidumbre y la desesperanza, la derecha se fortalece, se apodera de los resortes de mando o, sencillamente, anula gracias a los poderes fácticos toda alternativa que no sea su propio catecismo neoliberal. Mientras, las fuerzas progresistas apenas inician el que se espera sea un largo camino en la búsqueda de una alternativa, no sólo en el sentido inmediato de proponer una política de resistencia eficaz a las consecuencias perniciosas del ajuste
en curso, cuyo objetivo no puede ser otro que el de preservar los derechos adquiridos de la ciudadanía ahora en riesgo, sino también en la perspectiva de largo plazo de vislumbrar una opción real, viable, a la irracionalidad deshumanizadora del capitalismo moderno.
En el primer plano se inscriben los esfuerzos para detener el avance de la derecha mediante la lucha política y popular, ciudadana en el mejor significado de la palabra, combatiendo los prejuicios convertidos en ideología al servicio del poder, a sabiendas de que se trata de sólo un paso en el movimiento general por la transformación de la sociedad cuyos perfiles apenas asoman al calor de las luchas de los indignados
, en las manifestaciones antidictatoriales y en otras expresiones que expresan hasta qué grado el consenso pasivo que ha permitido la estabilidad comienza a resquebrajarse. El repudio a los partidos y a la llamada clase política
, injusto como toda generalización, proviene de ese malestar ante la ausencia de verdaderas opciones, pero la imposible neutralidad
corre el riesgo de convertirse en un nuevo obstáculo para lo que sí es imprescindible en esta confrontación: la necesidad de transformar la indignación en una fuerza política capaz de pelear por un nuevo proyecto (de país, de sociedad, del mundo). No sabemos, porque aún no existen más que prefiguraciones, cómo se concretará la idea de alternativa en forma positiva, pero ya puede percibirse que trata de avanzar hacia un régimen que en principio sea compatible con los derechos humanos, no su negación.
Tampoco se trata de prometer la felicidad
a la vuelta de unas elecciones, pero sí de dar pasos en serio, por ejemplo, para abatir la desigualdad que hoy impide pensar en el futuro sin aludir a la tragedia inevitable. O de ofrecer una visión humanizada de la globalización mediante la cual se asuman fenómenos universales como la migración desde una perspectiva integradora y tolerante. O de afrontar los desafíos del cambio climático como una tarea urgente, vinculada a la sobrevivencia de la especie humana sobre este planeta. O la erradicación de la violencia de la vida cotidiana sin la cual ninguna democracia es viable.
La necesidad de convertir el malestar contra el injusto orden de cosas reinante obliga, en consecuencia, a transformar la fuerza potencial de la ciudadanía en verdaderos instrumentos políticos, capaces de intervenir en el día a día de la lucha social y electoral, pero sobre todo de ilustrar y esclarecer el camino a seguir para la formulación de genuinas opciones al margen de los viejos y nuevos catecismos de las clases dominantes. Ese es el gran reto que afronta esta generación que nace a la vida pública con el incierto despertar del siglo XXI.
Aquí, esa necesidad no es menos urgente. La unidad de las fuerzas progresistas es imprescindible para impedir que México se evapore
como Estado nacional en aras de un fallido experimento de integración dependiente que no resuelve los problemas acumulados y, en cambio, exacerba los defectos ya insalvables de un régimen político en decadencia. Hay que pensar en las elecciones de 2012, pero saber que la vida no se acaba después de las urnas. Y para eso es preciso un programa, como en los viejos tiempos.