estigo de la mejor época del arte en México, la de los años 30, cuando Diego Rivera se subió a los andamios, Orozco empezó a lacerar los muros con sus pinceles airados y Eisenstein filmó ¡Qué viva México!; Lola Álvarez Bravo los conocía a todos, a Orozco y a Siqueiros, a Villaurrutia y a Pellicer, a Weston y a Tina Modotti, a Juan de la Cabada, a José Gorostiza, a Gilberto Owen, que le leyó la buenaventura, a Rufino Tamayo y a María Izquierdo, a Gabriel Fernández Ledesma y a Isabel Villaseñor. Lola empuñó la cámara que Manuel le había enseñado a manejar al tenerla de chícharo y se lanzó con mucho miedo
a buscar en la calle las fotos que regala la vida
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“Tamayo era la alegría misma y Orozco reaccionaba con amargura y rencor. Orozco no tenía la euforia de los otros, era un poco berrinchudo. Huraño, siempre tenía una mirada como si te traspasara; parecía estar buscando algo detrás de ti, un paisaje, una figura o algo en que él estaba pensando; tenía una mirada rarísima, tú le estabas platicando y él traspasándote. De repente se enojaba. Recuerdo que un día le dije: ‘Oiga usted, don Clemente, fíjese que fui a la Preparatoria y estoy muy triste, porque está todo rayado, sucio, horrible. ¿Que no sería bueno que usted mismo dirigiera el retoque de los frescos en la Preparatoria?’ Y me respondió: ‘No, de ninguna manera. Al contrario, Lola, yo voy a juntar dinero y le voy a pagar a usted para que tome fotos de los rayones y los malos tratos para que se den cuenta de que estamos viviendo en un país de salvajes, de analfabetas’. ‘Pero podríamos tomar fotos de los murales en buenas condiciones’. Se soltó hecho un energúmeno. Yo nada más me quedé así. Él no lo quiso, y tenía razón, porque para él ha de haber sido un golpe ver un trabajo tan extraordinario hecho pedazos, cubierto de porquerías, chorreado, golpeado a navajazos. Como Orozco no tenía la habilidad publicitaria de Diego, se encerraba con su rencor. Diego hubiera encontrado algún truco para atraer la atención del público, pero Orozco era más cerrado en su genialidad.
“Orozco, siendo un pintor más profundo, más dramático, no logró que la gente lo entendiera tan pronto como entendió a Diego, porque a Diego lo rodeaba el rumor público, la propaganda. Yo creo que a Orozco siempre le dolió que no lo reconocieran tan rápidamente y no lo subieran tan aprisa. Al principio, nada más Diego y Diego y Diego y Diego, puro Diego. Tamayo parecía un muchacho travieso, un niño de secundaria. Le encantaba ir a las ferias, a los puestos, a jugar lotería a San Juan de Letrán; corría entre la multitud y les ponía colas de papel a muchachos y muchachas; era muy cantador, muy bailador, muy simpático. En esa época todos andábamos brujísimas y poníamos nuestros chequecitos en comunidad para que nos alcanzara a todos, a ver para qué nos alcanzaba. Creo que esas épocas fueron muy pero muy, muy bonitas. Xavier Villaurrutia tenía que trabajar en mil cosas adicionales, ¿verdad?, para cubrir su presupuesto; era un individuo, pero con su vida económica medio solucionada, y con todo y eso no alcanzaba.
“Era una fiebre muy bonita y además muy contagiosa, se iba extendiendo, extendiendo a todo, también al Teatro Ulises, y el que fue de Xavier de Lazo, de Julio Bracho, con Isabela Corona. Surgían y surgían grupos, ¿cómo?, quién sabe, de milagro, porque presupuesto no había, y todo mundo trabajaba, y vino un florecimiento magnífico, el de la revolución intelectual en México. Antonieta Rivas Mercado era la del dinero; Xavier y Novo, y Rodríguez Lozano y Henestrosa la buscaban. Era la mecenas, la rica, con presencia, pero ella, en sí, lo único que tenía era la efervescencia de los que la rodeaban; ve tú a saber cuál era su chiste, porque yo no la traté.
“Manuel Rodríguez Lozano era muy atractivo y guapísimo, muy inteligente, un conversador extraordinario y un coqueto, pero innato, de gracia y de una agilidad de conversación magnífica. Después sí, ya se puso muy malo y le vino una decadencia horrorosa, pero era un hombre de mucho jalón, muy atractivo, muy, muy, muy atractivo, pero mucho, no sabes cuánto. Nahui Olín se perdió por él cuando lo vio en las filas y se lo pidió de regalo a su papá, el general Mondragón, y se casó con él. ‘Papá, regálame ese soldadito.’ El matrimonio no duró, pero, óyeme tú, qué pareja, qué pareja sensacional. Rodríguez Lozano no tenía ni un centavo. Fuera de Antonieta, todos eramos pránganas, pránganas. Era una vida muy apasionante y muy productiva, todo mundo con una gran pasión por hacer, grandes pasiones, nadie hacía nada por dinero. Diego ganaba poquísimo, pintando murales, casi nada, apenas si para los albañiles y para medio sobrevivir; compraba ídolos, eso sí. Lupe se enfurecía y le rompía los ídolos y le gritaba: ‘Ahora traga tepalcates’. Siqueiros iba muchísimo a la casa y, fíjate, siempre le encantaron los niños y jugaba durante horas con mi hijo Manuel. Siqueiros era amigo de una mujer hermosísima de Uruguay: Blanca Luz Brum. Se fueron a vivir a Taxco y me invitaron con Manuel. Blanca Luz tenía un niñito de cinco años, hermosa criatura, y el niño quería más a David que a su madre, y ella se encelaba y le decía: ‘Niño, no seas atorrante, deja a David’. Ese niño tenía un triciclo y con él todo lo embestía; vitrinas, ventanales, vidrios, todo. Siqueiros estaba muy bruja y vendía muy barato; no le duraba el dinero ni dos horas, porque a todos se lo repartía. Vendía un cuadro y después de pagar los destrozos del niño le decía a Blanca Luz: ‘Bueno, ¿qué quieres que te compre?’ Blanca Luz quiso una silla de montar preciosa. La compraron y una vez en la casa se dieron cuenta de que no tenían caballo, ¿para qué querían la silla de montar? Siqueiros dijo que pintaría otro cuadro para comprar el caballo. Pintó, compraron el caballo y luego no tenían donde poner el caballo. Eran loquitos, pero era una felicidad tan fresca, tan bonita, como no tienes idea. Vivía uno muy contento en Taxco. En esa época empezaba a renacer la platería, porque William Spratling hizo que los talleres volvieran a funcionar. Empezó con hoja de lata, enseñó a hojalateros, se hicieron candelabros y candeleros, espejos y charolas, después muebles, telares, platerías, joyerías, y así fue resucitando Taxco. Un pintor español, Francisco Miguel, también se instaló en Taxco, y doña Berta. La gran Berta puso un cuchitrilito como de dos metros de largo por uno y medio de ancho con una banca en la calle, y sobre esa mesabanca empezó a servir sus dichosas Bertas, tequila con mucho limón, azúcar y hielo, y así nació el gran capital de doña Berta. Todas las noches de calor íbamos a la banca de doña Berta a platicar. Doña Berta era una señora de pueblo vivísima, y al rato, en su pedazo de calle ya no cupo la gente; se ha hecho riquísima. Fue entonces también cuando empezó en Taxco el negocio de las casas.
“Natalia Scott compraba casas en 5 mil pesos, las medio remendaba, las blanqueaba, las adornaba, eso sí, muy bonito: una viguita por aquí, una ventanita por allá, tres o cuatro escaloncitos y a venderla, y aunque ella ganó dinero, también le dio muchísimo a Taxco. Empezó a llegar una cantidad bárbara de turismo y los estadunidenses hacían en Taxco unas fiestas pavorosas, tanto, que una vez se les quedó una gringa muerta en una silla y no se dieron cuenta sino al día siguiente, cuando entraron a barrer.
“Lupe Marín era una mujer única, haz de cuenta la fiera más divina que puedas encontrar. Además, toda terrenal, toda intuitiva, toda pasión, toda directa y onírica. Lo que soñaba para ella, eso era, aunque fueran disparates. Lo que en la noche había soñado, ella lo hacía al día siguiente. Después se arrepentía y lloraba, pero ya lo había hecho. Puros disparates pasionales hacía, porque en ella todo era pasión. Había un muchacho que andaba muy enamorado de ella y me llamó: ‘Vente a comer’. Fui: ‘Ay, estoy furiosa’. ‘¿Por qué?’ ‘Por este desgraciado’. ‘Bueno, ¿pues qué te hizo?’ ‘Es un degenerado’. ‘Pero, ¿por qué es un degenerado?’ ‘¿Qué crees? Viene a comer, le doy para el camión y le dije que me fuera a comprar allá a la esquina una botella de salsa de tomate, y ¿qué crees que me dijo? Que no. ¿No se te hace que eso es ser degenerado?’ Todas sus conclusiones eran así de pasionales. Era una mujer desbordante del todo, guapísima, hermosísima, con una cabeza maravillosa. La belleza de su cabeza en poca gente la he visto, la fuerza que tenía en la cara y en los ojos. Era muy simpática, buena amiga, muy ocurrente para platicar, muy chistosa, pero si una noche soñaba algo malo de ti o contigo, pues te odiaba al día siguiente; era terriblemente peligrosa. Porque un día te quería y al otro te insultaba. Íbamos mucho a verla Carmen del Pozo y yo a un cuartito donde cosía arriba; allí guardaba sus tiliches y todo: ‘Vénganse aquí a platicar mientras yo coso, porque tengo que acabar este vestido para mañana’. A Carmen del Pozo le hizo muchos vestidos divinos. Allí íbamos con ella a sentarnos las dos. ‘Ahorita vengo, voy al teléfono o voy a hacer café’, quién sabe qué dijo. Nos la encontramos a los tres o cuatro días: ‘Verdaderamente estoy furiosa, porque me robaron un anillo, y esas no pudieron haber sido más que Carmen del Pozo o tú’. Después lo encontró: ‘Fíjense que me saqué el guante y allí va a dar el anillo. Se había caído en el guante. Ja, ja. Ya lo encontré me equivoqué, no se enojen’. Ya qué le íbamos a hacer. La gente le tenía mucho miedo, sobre todo los ministros o banqueros de ese tiempo, porque no tienes idea de cómo los ponía. Les decía horrores, y luego por carta se las escribía, porque era su especialidad escribir cartas. Cuando las mandaba, ya la carta se la había leído a todo México. Entonces los pobres hombres le tenían un miedo horrible a sus insultos horribles de mamás y de que sus mujeres eran unas prostitutas y si no unas idiotas. Una vez supo de una esposa de un ministro que había dicho que ella era una prostituta y al primer encuentro se le paró enfrente al ministro y le dijo: ‘Pues mire, el que es un tal por cual es usted. Y más prostituta que yo, su mujer. Porque si usted sopla, me imagino que todas las noches (nada más que con otras palabras, yo te lo estoy suavizando) hará el amor con su mujer, entonces quiere decir que quién sabe cuántos metros de quién sabe qué le mete usted a su mujer. Entonces, ¿quién es más prostituta, usted, su mujer o yo?’ Diego, cuando se enteraba, se moría de risa.”
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“Lupe Marín, la mujer de Diego Rivera, andaba siempre por la calle, camine y camine, con su paraguas. Agarraba a sus críticos a paraguazos. Las niñas eran muy niñas de nueve o 10 años, y Lupe las corría: ‘Ay tú, ya corrí a mis hijas’. ‘¿Por qué?’ ‘Porque son unas prostitutas. Fíjate que me hicieron pedazos esta tela’. Y allá iban las pobres niñas a dos calles a la casa de su abuela en la cerrada de Salamanca. Allá iban con un quimilito en un paliacatito. Al rato hablaba Lupe: ‘Madre, ¿ahí están mis hijas?’ ‘Sí’. ‘Bueno, no les digas que las llamé. Yo no te las mandé. Se fueron porque son unas prostitutas. Adiós’. Y colgaba.
“De todo las regañaba y las corría. Las niñas iban y venían, Lupita y Ruth. A Lupita le decía: ‘Lupe, a mí verdaderamente me da vergüenza decir que eres mi hija, tan albóndiga, tan timbona, tan horrorosa. Ay, pareces bodoque, qué bodoque de hija tengo! Tan de mal gusto, que no te dejas vestir bien; eres un espantajo’.
“A Ruth la quería más, pero de todas maneras la regañaba y la corría. Al que sí de plano no soportó nunca fue a Antonio, a ese si no, ni ocho días pudo aguantarlo en su casa. A ese pobre le fue de la patada. En ese tiempo la gente era muy sincera, nunca a un mamarracho le decían que era un genio. Lo animaban: ‘Vete a estudiar, vete a pintar o ponte a escribir’. Salvador Novo de repente se echaba una gran vacilada, todos los demás te apoyaban, de veras, porque veían en ti algo. México era extraordinariamente útil, fértil, acogedor. Los grupos se hacían con mucha facilidad y daban mucho. Podías aprender; como México era chico, era muy fácil convivir, platicar; además, ninguno presumía ni de genio ni de gran director. Todos se comportaban como gente común y corriente. La comunicación era muy fácil; ibas a casa de uno y te encontrabas a otro y a otro y a otro. Venía un extranjero e inmediatamente lo conocías; había más colaboración entre toda la gente y menos envidias, porque nadie peleaba por el dinero. Hoy, es el dinero el que ha acentuado la pugna en todos los terrenos. Antes no había distanciamientos.”