s la trinidad del chile, frijol y tortilla con sus mínimos proteicos, vitamínicos y minerales salvadora del país que camina ante la inminencia de la aparición de la hambruna en la sierra de Durango y amenaza avanzar en la República. Sicología de lo mexicano que es el chile: ancho, mulato, miracielo, pasilla o guajillo, cascabel, güero, piquín, de árbol. Todos pican, chipotle, morita o jalapeño, Algunos arden, el chile poblano en nogada
, el chihuacle o el chilloztli. Y requieren de tequila, pulque o la pipa de los bomberos para apagar el fuego, lo mismo el chiluca, prieto, negro, manial, puja, catarino, manzano, habanero, buldeño, rayado, seco, meco o costeño. México es chile verde, sea jalapeño o serrano. En polvo: paprika picante o rojo; en salsa: borracha, a la mexicana, guacamole o tabasco, roja o verde. El chile es nuestro sabor, olor y hedor, representa lo mexicano, lo que nos define, identifica y caracteriza.
Preparado con arte diabólico es causa de indigestiones y engaños al estómago porque con su picor hace sentir que está lleno, cuando lo que infla es el consumo de sus propios tejidos deteriorados por la escoria de su combustible incendiario. El chile, símbolo agridulce de una madre con leche picante, y escasa pero infladora, quita el hambre por la caricia que produce en las mucosas, abre el apetito, llena de fantasías inalcanzables. Chile relleno de aire, que vivimos como realidad.
La cocina atiende, antes que nada, los sentidos, las necesidades, las pérdidas de ayer y de hoy las cubre con chile. Empirismo que la costumbre ha ido depurando de generación en generación. La comida satisface nuestras necesidades, no sólo las corporales, sino también las de afecto y seguridad; su picor alivia las pérdidas, las alborota y luego las tira a la desgracia y a la fantasía delirante. Combina los sutiles sabores de las especies, con el picante, durante el tiempo justo de consumación de la leña, a una temperatura que atrapa el sabor del chile hasta que el platillo está en su punto. El chile nos dio y da identidad.
Siete mil años antes de Cristo ya se consumía y fue una constante en la república. No sabemos nada o casi nada del chile. El chile nos produce desde nuestra primera tetada huella chilera hasta la muerte. El chile nos maquilla gesticuladores, movilizadora de todos los músculos de la cara y su ardor genera al movernos un caminar cual víboras chirrioneras. Los extranjeros nos reconocen por nuestro zangoloteo, movimientos ondulatorios cual serpientes amenizadas por flauta, en todo el cuerpo. Los chiles son de todos tamaños y colores; chiquitos, duros y relucientes o viejos y arrugados, gordos, alargados, rojos, verdes, morados, amarillos; pero eso sí, todos pican.
El chile es la base fundamental de la alimentación mexicana y causa, entre otras cosas de nuestros arrebatos compulsivos, carentes de sentido y forma de ser bravera, ¿que de qué, o qué, cómo de qué? Está internalizado en compañía de la tortilla y el frijol formando otra santísima trinidad, vestida de picantes, descucharrangados y espectaculares, pero poco afectivos.
Tanto es así que la hambruna, bestia feroz y salvaje, sin rostro, devoradora siniestra de la humanidad, aparece ya como una amenaza inminente, ominosa, en la sierra de Durango y, por tanto, inunda de zozobra y miedo al país que sólo espera al inalienable derecho a la vida. La hambruna del cuerno de África deja un amargo sabor a muerte difícil de elaborar. Desafíos, afrentas y escenas dantescas que nos paralizan y pueblan de fantasmas los sueños de quienes la han vivido y los que nos vivimos en los zapatos de esos africanos. Drama violento que nos indica el fracaso de lo propio, la razón, la muerte, los límites y las reglas de convivencia pacífica, la muerte del otro y la propia bajo la sombra regresiva y odiada de la persecución generadora de ese pánico que paraliza, atonta, aturde y nos abruma con una carga de angustia desgarradora, sin salidas. El yo
se descubre como un yo
herido, sangrante, humillado en el desamparo, enfrentado de manera despiadada a su indefensión; un yo
que intenta remediar sus pérdidas sin saber de qué manera hacerlo.
Parece confirmarse la hipótesis freudiana, el aparato síquico tiene una tendencia a regresar al estado cero, al reposo, a la autodestrucción. El retorno a lo inorgánico. Pulsión de muerte que no deja de actuar aún más si no podemos ver el rostro del semejante que sufre, del inocente que muere, de los niños que ven segadas sus vidas o mutilados sus cuerpos, de las madres que desgarradas por una herida inelaborable ven a sus hijos morir en un inútil y cruel egoísmo que lleva a la hambruna a los más desposeídos.