uiero reproducir aquí, sustituyendo por desgracia el presente por el pretérito, algo de lo que dije cuando ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua Miguel Ángel Granados Chapa:
“Debo confesar que cuando me pidió que contestara su discurso me embargó una profunda emoción por el honor y la responsabilidad que esa elección me confería. Y no es para menos, además de que fue un gran amigo, cosa que aprecié sobremanera, ha sido uno de los personajes excepcionales de nuestro México actual, tan necesitado de gente como él por su inteligencia, su sabiduría, su consistencia, su rigor, su honradez, su magnífica memoria y su valentía como periodista, profesión y vocación en la que destacó por más de cuarenta años, al grado de convertirse en el referente imprescindible de nuestras mañanas con su Plaza pública, programa de radio UNAM y su columna en el periódico Reforma, donde con rara agudeza, imparcialidad y constancia ejemplares nos informaba de los acontecimientos cruciales de nuestro país. No en balde había sido objeto de los más importantes reconocimientos –doctorados honoris causa, premios nacionales o la medalla Belisario Domínguez– y haber sido electo además miembro de número de la Academia donde se le asignó la silla XXIX, antes ocupada por el historiador Ernesto de la Torre Villar, su maestro y a quien, como él mismo confesó, le debía muchas cosas, entre ellas la de haber aprendido las técnicas de investigación documental, piedra de toque de su labor periodística.
La historia de la libertad de expresión, en su doble modalidad de palabra hablada y de palabra escrita, fue uno de los temas cruciales de su discurso. Milton era el paradigma: en su Aeropagítica se pronunciaba en contra de la censura y exigía ante el parlamento que se reconociera el derecho de saber, hablar y argüir libremente
. Se refirió luego a las persecuciones a las que se vieron expuestos quienes defendieron esta premisa en nuestra patria (desde Fernández de Lizardi al Nigromante y tantos más), durante los distintos gobiernos conservadores y mientras ocupó la presidencia con tan catastrófica recurrencia Santa Anna. Con admiración recordó los breves interludios de libertad: la Constitución de Cádiz y, ya en el México independiente, la administración de Gómez Farías.
Examinar un dato recurrente y poco estudiado de la historia de México fue otro de los problemas sustanciales: apenas se logró decretar constitucionalmente el derecho a la libre expresión, se produjo de inmediato una curiosa y nociva reacción, la que él llamaba el relativismo de consagrar un derecho y de inmediato acotarlo con limitaciones
, relativismo ya denunciado en 1857 durante el proceso de elaboración de la Constitución por los diputados Ignacio Ramírez, Francisco Zarco –con quien muchas veces ha sido equiparado– y Guillermo Prieto, quien denostando a sus compañeros de congreso y, sobre todo a la comisión dictaminadora, arguyó que, repito sus palabras, me parece fundamental, “como deslumbrada con la luz de la verdad, (ésta) retrocede espantada, se intimida…, parece pedir perdón por su atrevimiento y se apresura a formular restricciones que nulifican el derecho”.
¿Una reliquia del pasado? No, Miguel Ángel Granados Chapa nos demostró con numerosos ejemplos cómo aún esa libertad acotada se suprimió con Díaz y, cómo, después de la Constitución de 1917, Venustiano Carranza se apresuró a reglamentarla y, agazapada cual influenza maligna, sigue vigente; los artículos 6 y 7 de la Constitución de 1917 mantienen viva, explica Granados, (a) esta ley cuyo lenguaje recuerda al de Santa Anna, por más que una interpretación lineal de la historia los ubique en corrientes antagónicas
.
Su muerte nos deja doblemente huérfanos, hemos perdido a un hombre único, ahora que más necesitamos gente de su temple, cuando la pudrición, como él mismo la denominó, pareciera ser el único futuro para México, ojalá que según sus deseos, pueda renacer la vida y encontremos pronto una salida.
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