as dos sucesivas administraciones panistas han dado al traste con el lugar que México solía ocupar en Latinoamérica. Para llegar a tan funesta situación coincidieron varios sucesos, dos de ellos notables a simple vista. Primero se esfumó, en frivolidades, corruptelas y cortas visiones gerenciales, el impulso interno en pos de un cambio de régimen. Segundo, se reforzó la subordinación, ya bien avanzada con anterioridad, a los dictados de una plutocracia soberbia, de estrecha visión y rapaz a más no poder. Plutocracia que, sin embargo, ha mantenido y hasta robustecido los contactos con sus similares que pululan por toda Sudamérica. Todas estas plutocracias, bien atrincheradas y activas tras la industria bancaria, de telecomunicaciones y, en especial, la redituable conducción mediática. Todos ellos y algunos más, sectores estratégicos en los que se apoyan para dar la batalla, no sólo por su sobrevivencia, sino para acrecentar los bochornosos privilegios conseguidos.
De hecho los problemas, agudizados por un panismo ineficaz e ideologizado, empezaron durante los últimos sexenios priístas previos. Fueron tiempos dedicados a transferir, mediante complicidades varias, los bienes públicos a manos de amafiados negociantes de influencias, locales y foráneos. Y no sólo eso fue llevado a cabo con malformaciones notables, sino que, adicionalmente, se les desbrozó de obstáculos el camino para facilitar su prosperidad inmediata y en gran escala. En esos periodos, además, se decidió, desde arriba, ir en pos de la integración con la América del Norte iniciando, con ello, la decadencia que hoy en día aqueja a la nación y de la que no se ha podido escapar.
Mientras en el subcontinente sureño corrían aires diversos, libertarios algunos, constructivos de nacionalidad los más, aquí se instauró, de lleno, una época de estancamiento con retrocesos marcados. Las luchas entre los grupos de presión se desataron y cada quien tiró para su propio beneficio. Los bienes que son, y deberían seguir siendo comunes, se pusieron a subastas, arregladas de antemano. Las clases medias nacionales fueron sumidas en un proceso pauperizante acelerado que ahora las tiene al borde de las más angustiantes limitaciones, algunos de cuyos contingentes más vulnerables han caído en la pobreza y la marginación. Se ha profundizado, como en pocas épocas anteriores, el saqueo de las riquezas propias (la minería es caso señero) y la desigualdad ha pegado un salto de gigantes que apena al mundo entero. El apego al consenso de Washington fue el mascaron de guía para prometer reformas, llamadas estructurales, que sólo han logrado acelerar la desintegración industrial, la inclusión subordinada a la globalidad y la continuidad privatizante, diseñada para posibilitar los zarpazos de amigos y socios. Nunca se ha podido, dentro del esquema actual de fuerzas imperante, reformar, en serio y a fondo, la estructura fiscal. Llena de hoyos para beneficio de los poderosos y las corporaciones es incapaz de consolidar la suficiencia de la hacienda pública.
En medio de este real desbarajuste y cegueras inducidas desde arriba fue casi inevitable el retraso respecto a los demás países que, a pesar de problemas y dolores semejantes, se empeñaron en rutas emancipadoras. México quedó al margen de esas luchas sudamericanas para afianzar las distintas soberanías y alterar, en lo posible, las terribles desigualdades. Allá en el sur, en cambio, se desataron avances, con ritmos y ambiciones diversas, pero todos con el ánimo de modificar, sustantivamente, su dependencia de Estados Unidos. Finiquitaron, con energía suficiente, a varios de sus regímenes entreguistas y corruptos que azolaron la comarca. Los nuevos liderazgos empezaron a oír los lamentos, los deseos y afanes de sus gentes y han ido reconstruyendo los cimientos torcidos de sus instituciones. El naufragio de algunos de los anteriores liderzuelos, como los de Argentina, Paraguay, Ecuador o Venezuela, facilitaron un tanto la tarea reconstructiva. La degradación moral que padecían los hundió para siempre.
De maneras coincidentes, algunos países, con Brasil de guía, se concentraron en insertarse en el mundo fincados en sus capacidades. Los empresarios de ese país comprendieron que el neoliberalismo, financierista y especulador, era su real enemigo y, para su propia defensa, se aliaron con los movimientos sociales (los sin tierra y otros sindicatos) La alianza logró el éxito y Lula llegó al poder para iniciar una época de crecimiento interno y combate contra la pobreza que ha mitigado las enormes desigualdades imperantes. Le han seguido otros: Argentina ha dado pasos serios para imponer orden entre los poderosos tradicionales que la asfixian. Los Kirchner dieron batallas políticas dignas frente a la aristocracia terrateniente y, en especial, frente a los varones mediáticos. Venezuela ha capitaneado toda una saga nacionalista sin parangón. Los riesgos asumidos son mayúsculos de cara a la anterior hegemonía estadunidense. Sus gigantescas reservas de gas y crudo le dan la oportunidad de, en efecto, iniciar su ruta de despegue e independencia nacional. Sin embargo, las alianzas de clase entre las élites empresariales continentales no cejan en atacar a Chávez mostrando sus excesos, en especial los verbales. La estrategia difusiva en su contra es clara, de mala intención e intensa, con CNN como nave imperial de insignia. Pero ha logrado subir a su ruta independentista a otras naciones: Bolivia, Ecuador y, posiblemente, Perú, si logra afianzarse como es esperado. El caso boliviano tiene peculiaridades que lo hacen sobresalir en este grupo. Salir de su estatus de paria mundial, explotada sin misericordia y empobrecida sin miramientos, no es asunto sencillo, pero han logrado, con sus propios recursos, avances monumentales y el respeto concomitante.
México, en una estrategia impuesta, pero aceptada con gusto, se ha juntado con una Colombia que no puede ser atractivo para ninguna otra nación. En este casillero de la derecha gobernante también se encuentra un Chile que ha pasado, en corto tiempo, de ejemplo mundial del neoliberalismo eficiente, a un país dividido, racista, profundamente injusto y cuyo sistema ya mostró su incapacidad para atender a su pueblo. El haber traicionado la transición democrática de México mediante sendos fraudes sucesivos (el priísta de 1988 y el panista de 2006) se truncó una aventura que, sin duda, tendría al país a la cabeza de las transformaciones que la izquierda espera para todos.