cepté la invitación al Encuentro Internacional de Escritores en Monterrey como sonámbula, movida por la convicción de W de que aceptar invitaciones como ésta me hace bien. Le creo, como le he creído desde que, en imitación del mito del ave que resurgió de sus cenizas, me puse, por así decirlo, en sus manos al renacer. Con qué responsabilidad lo estaría invistiendo si no fuera porque él es un ser tan libre que no se dejaría investir de ningún mito, y menos de uno que en su disfraz, mantra o identidad, según se quiera entender, lleve puestas un par de alas, pues supongo que, molesto, en cuanto las viera las espantaría (aunque los pájaros le encantan).
Pero acepté, como digo, y desde ese momento empecé a plantearme en qué consistiría mi lectura, pues en este encuentro la participación de los escritores invitados consiste en leer de su obra durante 12 minutos cada uno. Aunque desde el 15 de julio, cuando fui invitada, habría podido empezar a definir y preparar mi lectura, fue apenas hace un par de semanas que tuve la visión exacta de qué me gustaría leer en el tiempo que me estaba asignado. Y una vez que tomo este tipo de decisiones difícilmente cambio de parecer. Cambiar sería admitirme a mí misma un fracaso, algo que, dada mi experiencia al respecto, paradójicamente cada vez me cuesta más trabajo tolerar. Quiero decir que una vez que vislumbré que aprovecharía la oportunidad de ser escuchada en Monterrey para dar un paso más en lo que significa mi casa para mí, pues este es un tema al que le vengo dando vueltas desde hace tanto tiempo que ya sería hora de que madurara, me puse a la tarea de revisar y tratar de sacar adelante un documento que meses atrás había yo armado al respecto, precisamente cuando la oficina de gobierno encargada del impuesto predial enredó mis datos y la situación hizo resaltar la importancia, para mí trascendental, por más que simbólica, que, por defecto o virtud de mi parte, yo doy al cuidado de mi casa, cuidado en un sentido amplio, que parte de la identidad y se extiende a la seguridad, y pasa por todas y cada una de las modalidades de la hospitalidad (perdón por tanta terminación en dad, pero no hay sinónimos que valgan).
Así, colando éste entre otros quehaceres, logré dar forma al escrito aquél, y después de dos versiones más lo habría dado por bueno, como para ser leído en Monterrey, y por más que a sabiendas de que no pasaba de ser sino una versión que requeriría de otras, si algún día fuera a presentarla ante un juzgado o a publicarla en donde se le diera un lugar, de no haber sido porque de pronto pensé que Tomás Segovia podría estar entre el público que escuchara mis 12 minutos de lectura.
Me explico. Resulta que en este Encuentro Internacional de Escritores el escritor homenajeado será Tomás Segovia, y como fue mi maestro en el Seminario o Programa de Traducción de El Colegio de México, a principios de 1973, y luego y hasta finales de 1976 mi jefe en el mismo Programa o Seminario, en el que yo había pasado a convertirme de estudiante, y gracias a Tomás, en profesora, la sola idea de imaginarlo entre el público que atendiera mi lectura me derrumbó. Tomás me impone como el mejor de los maestros más queridos. Empequeñezco bajo su mirada ciertamente más de lo que empequeñezco bajo la mirada de los más admirables de mis colegas, aunque bajo la de Tomás se justificaría mi empequeñecimiento cuando, en cambio, bajo la de los más admirables de mis colegas no, para nada, y lo digo con todo respeto, afecto y simpatía. Y que me perdonen.
La cosa es que sólo de pensar que Tomás Segovia escuchara mi lectura, me pareció que la versión que tenía lista para leer no servía en lo más mínimo. Puedo pulverizarla al grado de imposibilitar por completo que la pobre resurja de sus cenizas. Pero lo que no podría hacer, pues ya no hay tiempo, sería revisarla de nuevo y volver a trabajarla hasta que resurgiera y resurgiera en grande, digna para que Tomás atendiera su lectura sin murmurar entre dientes que yo soy una tonta y que no fui capaz de aprender una sola de sus lecciones.
Así que, ni modo, pero supongo que mi salida más airosa tendrá que consistir en renunciar a la invitación al Encuentro Internacional de Escritores en Monterrey, aunque me haga daño, y aunque decepcione a W, que me reprobará con su mirada antes de devolverme al puñado de cenizas del que resurgí.