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Maíz y racismo Cristina Barros y Marco Buenrostro La invasión española implicó una nueva mirada sobre la cultura de los antiguos mexicanos; muchas veces se reprobó su religión, costumbres y alimentación, entre otras expresiones culturales. Respecto del maíz hubo al principio encendidos elogios; Francisco Hernández, el médico de la corte española enviado en el siglo XVI por Felipe II para investigar las plantas y animales de Nueva España, enfatizó que no reprobaba al maíz, más bien lo alababa “grandemente”. Se preguntó por qué los españoles, “imitadores diligentísimos de lo extranjero y que tan bien saben aprovechar los inventos ajenos, no han adaptado todavía sus usos ni han llevado a sus tierras y cultivado este género de grano…”. Menciona luego las muchas cualidades de este grano que “usado convenientemente es sobremanera saludable tanto para los sanos como para los enfermos, de fácil cultivo, que nace ubérrima y segurísimamente casi en cualquier suelo y está poco sujeto a los perjuicios de la sequía y demás rigores del cielo y de la tierra, y mediante el cual podrían librarse del hambre y de los innumerables males que de ella se derivan”. El maíz llegó a Europa a comienzo del siglo XVI; también a China y a África. Hacia el siglo XVII ya se cultivaba ampliamente, salvando del hambre, como lo anunció Francisco Hernández, a miles de personas. Sin embargo no corrió con tan buena suerte, pues fue adoptado por campesinos pobres; se asoció entonces maíz con pobreza. En el siglo XVIII los campesinos europeos eran explotados y su dieta poco variada; para contar con proteína centraron su alimentación en el maíz. Pero no conocían la nixtamalización. Por ello se extendió en Europa la enfermedad llamada pelagra, que se presenta por falta de niacina, una vitamina que se libera al cocer el maíz con cal, como lo hacemos en México para preparar la masa de las tortillas. Al atribuir al consumo de maíz la presencia de pelagra, este cereal cobró mala fama y se redujo su consumo humano, aunque siguió cultivándose extensamente. Hacia finales del siglo XIX, cuando la dieta se hizo más variada, se redujo la pelagra, hasta que desapareció a mediados del siglo XX. Sin embargo, la cultura occidental sigue privilegiando al trigo; el maíz se cultiva desde hace décadas en Estados Unidos como “alimento de los pobres y forraje para los ricos”, esto sin contar sus múltiples importantes usos industriales.
La asociación de maíz con pobreza provocó estragos también en México. En el porfiriato, el positivista Francisco Bulnes fue un tenaz defensor de la superioridad del trigo frente al maíz; consideraba que la debilidad de los indígenas se debía a una alimentación basada en maíz. En los inicios del siglo XX, Andrés Molina Enríquez cuestionaría a Bulnes. Con una dieta con base en la tortilla, los más pobres aguantaban pesadas jornadas de trabajo y habían luchado con valor en las guerras de Independencia y contra la invasión extranjera. Para Molina, el verdadero problema era la desigualdad en la tenencia de la tierra y una dieta limitada. En una visión más amplia, la depresión indígena debía relacionarse con las violentas transformaciones que trajo consigo la invasión española, y con los problemas estructurales profundos que mantenían a los indígenas en la postración y acentuaban la desigualdad de oportunidades. Se adelantaba así a las ideas de la Revolución. Durante el cardenismo se creó la Comisión Nacional de Nutrición, que en 1942 se convirtió en el Instituto de Nutrición, con Francisco de Paula Miranda al frente. Entonces William D. Robinson concluyó que “una dieta de tortillas, frijoles y chiles puede ser mucho más satisfactoria de lo que se había pensado hasta ahora”. Se encomió además la unión de maíz y frijol como fuente de proteínas. A pesar de que desde el extranjero se le daba carta blanca al maíz, los prejuicios continuaron y continúan. Si bien la mayoría de los mexicanos tiene como principal alimento la tortilla, al maíz se le mira con cierto desdén. Dígalo si no el hecho de que las panaderías se renuevan y en cambio las tortillerías siguen siendo en general lugares descuidados y a veces sucios. En la cola para las tortillas, se hace evidente el racismo que queremos ocultar; pocas veces vemos a personas de la clase media y alta ahí; en cambio, sí van a comprar el pan. La colonización trajo consigo la tendencia a separase del “otro”, el indio, a través de las costumbres: vestido, vivienda, lengua, alimentación. Esta actitud cambió de signo en el siglo XIX; de la preeminencia de lo español, pasamos a la admiración a lo francés. Actualmente está actitud se dirige a Estados Unidos y su tecnología. Contradictoriamente, mientras allá se incrementa el consumo de tortilla, aquí se come más pan industrializado con las consecuencias en la salud de todos conocidas. La gran pregunta es ¿cuándo los mexicanos apreciaremos en su justo valor la rica herencia indígena, y nos decidiremos a conocerla e integrarla a nuestras vidas? Entonces el maíz tendrá su lugar no de manera vergonzante, sino con verdadero orgullo.
Silla de indio Armando Bartra Ya hemos visto a estos indios reducidos al estado de Durante la Colonia los indios tenían prohibido montar a caballo, en cambio nada impedía que los blancos montaran en los indios. Y cuando menos en tierras chiapanecas la costumbre de jinetear chamulas continuó mucho después de la Independencia. Cabalgar monturas humanas no es más que la forma extrema de reducir naturales a la condición de acémilas parlantes; una modalidad, entre otras, del sometimiento laboral de las razas de color a los hombres de razón. Y remontar las serranías con un viajero a cuestas no era el peor empleo que amenazaba a un chamula, más matadoras eran las pizcas cafetaleras de Soconusco o la tumba de caobas en las monterías del Petén. Pero siendo relativamente llevadero, uncirse a la silla de indio es también el emblema de la ignominia. En las vertiginosas veredas de Los Altos chiapanecos, como en las aristas de los Andes, los blancos se montaron literalmente sobre las espaldas de los morenos, y su perverso cabalgar devino alegoría de la extenuación laboral de mayas e incas; razas supuestamente inertes cuya proverbial carencia de necesidades y ambiciones justificó el cepo educativo y el látigo civilizador. Así, la naturaleza rejega de los cobrizos fue coartada de su conversión a máquinas animadas; acémilas parlantes susceptibles de ser cazadas, encadenadas, azotadas y, en el extremo, cabalgadas. La bestia de dos cabezas y un solo par de piernas efectivas, el bifronte trepador de serranías, es además símbolo de una ignominia dual y compartida, pues tan infamante resulta la condición de montura como vergonzosa la de jinete. Cual asimétrica figura de baraja, el bizarro par es también un palíndroma imperfecto: leído de arriba para abajo, el humillado es el cargador, en la lectura opuesta lo es su carga, el bulto crispado e impotente que viaja a sus espaldas. Viajeros distinguidos, monturas anónimas. En sus correrías por el sureste mexicano, entre 1839 y 1842, John Lloyd Stephens fue acarreado por sus semejantes de color. El relato de la experiencia tiene la minuciosa precisión habitual en el estadounidense: “(...) era una grande e incómoda silla de brazos, unida con tarugos y cuerdas de mecate. El indio que iba a cargarme, como todos los demás, era pequeño, no mayor de un metro setenta, (y) muy delgado (…) Una correa (...) fue atada a los brazos de la silla, y, tras sentarse, colocó su espalda contra la parte posterior (...), ajustó el largo de las cuerdas y suavizó con una pequeña almohadilla el mecate que atravesaba su frente (...) La levantaron dos indios, uno de cada lado, y el cargador se puso en pie, se quedó inmóvil un momento, me arrojó hacia arriba una o dos veces para acomodarme sobre sus hombros, y emprendió la marcha (...)” Siguiendo los pasos de Stephens, el francés Désiré Charnay se adentra en el sureste 15 años después, y en Chiapas también viaja a lomo de chamula. Así lo cuenta: “Don Agustín, a nuestra llegada a Santo Domingo, fue a informarse con el alcalde si no tendría a mi disposición indios de la montaña que se dirigieran a San Cristóbal. Seis de ellos, del pueblo de Tumbalá, regresaban precisamente ‘con la espalda libre’. Los contraté. Hay que decir que, en toda la montaña, los indios hacen el oficio de bestias de carga, pues los caballos y las mulas son muy escasos y (además) no pueden franquear los senderos a pico.” Lo mismo le ocurre en Cancuc, donde “(...) no había caballos, pero el padre del lugar, siempre amable y bondadoso, puso a mi disposición cuatro indios que, provistos de una silla, debían transportarnos a Tenejapa, es decir, hacer una carrera de cincuenta kilómetros, mediante, creo, un peso cincuenta por hombre. El indio libre relevaba a su compañero cansado. “Yo subía y bajaba con cada respiración, sentía su cuerpo temblar bajo el mío (...)” Tanto el estadounidense como el francés dejan constancia de un íntimo malestar. Dice Charnay: “Se experimenta, al montar sobre esta bestia humana, un sentimiento desagradable donde se mezcla un profundo disgusto por la humillación que se impone a un ser de la misma naturaleza que uno y que lo lleva, por así decirlo, sobre su lomo”. Sólo que un razonamiento cómplice lo arruina todo. “Pero el desdichado tiene tan poca conciencia de su degradación, que uno termina por acostumbrarse”. El francés trata de evadir su mala conciencia con el torpe argumento de que el ofendido no resiente la ofensa. Pero la desazón es más profunda, y sin duda el estadounidense la intuye: “Podía sentir cada uno de sus movimientos, hasta las elevaciones de su pecho al respirar. El ascenso fue uno de los más escarpados (...) A los pocos minutos se detuvo y exhaló un sonido, usual entre los indios cargadores, a medio camino entre silbido y jadeo, siempre doloroso para mis oídos pero que nunca había sentido tan desagradable. Yo subía y bajaba con cada respiración, sentía su cuerpo temblar bajo el mío y sus rodillas parecían ya flaquear (...) Allí permanecí hasta que me bajó por su propia voluntad. El pobre muchacho estaba bañado en sudor y cada uno de sus miembros temblaba. Ya otro estaba listo para levantarme”. El desagrado que Désiré evade y John Lloyd asume, no se agota en la inequidad étnica y social, tiene que ver con la piel. No es lo mismo instruir que se aumente el destajo a los pizcadores enganchados, ordenar que se encarcele al rejego o incluso asestar personalmente un displicente chicotazo educativo, que la sumisión sin mediaciones, la servidumbre de contacto que se ejerce al montar en un semejante; acto primigenio que remite al arquetípico sojuzgamiento de la mujer por el varón. Impregnarse del sudor impuesto a otro es participar en la química de la opresión. No son, pues, gratuitas las referencias de Stephens a las señas corporales de la monta: la proximidad extrema con el indio lo hace consciente de su respiración entrecortada, de su transpiración, de los estremecimientos de un cuerpo joven que tiembla bajo el suyo. El vértigo de las alturas se mezcla, entonces, con una vertiginosa intimidad. Una relación humana piel a piel que no puede trampearse: o hay reconocimiento mutuo o hay envilecimiento y sumisión. Y cuando se usa la silla de indio, es claro quién está arriba y quién abajo, pero no quién manda a quién. Más lo peor es el jadeo, esa suerte de gemido o relincho del cargador, que eriza a John, sobre todo cuando él es la carga. ¿Demasiado equino? No, sin duda demasiado humano. Para no ensuciarse los zapatos. La tecnocracia porfirista se preciaba de habernos redimido de la anarquía y la barbarie, pero el sureste era su baldón: la esclavitud por deudas en los henequenales de Yucatán, los campos de exterminio tabacaleros de Valle Nacional, el enganche forzoso en las huertas de Soconusco, la tumba en las monterías de Tabasco (...) y la malhadada costumbre chiapaneca de jinetear. Por fortuna la revolución emancipó a la pobrería, incorporándola a los murales vindicatorios y a los sectores del Partido Revolucionario Institucional. Pero en algunos lugares no hubo ni siquiera esa revolución. Henri Favre registra que “(...) hasta 1937 la presencia de tzotzil-tzeltales en la ciudad de San Cristóbal seguía siendo objeto de restricciones legales y los indios tenían prohibido usar las aceras, montar a caballo y circular por las calles después de las siete de la noche, bajo pena de multa o prisión. Y si hace poco más de 60 años aún les estaba vedado montar a caballo, hasta fechas muy recientes seguían siendo montados por los hombres –y las mujeres– de razón. El doctor Otto Hann dice que al principio no daba crédito a lo que le contaban sus parientes germano-chiapanecos: “Como el calzado elegante era de tela, en época de lluvias los empleados cargaban a mis tías para que no se ensuciaran los zapatos. Había las llamadas ‘sillas de indio’, que era un asiento sujetado a la espalda de un indio en la que cargaba a las personas en los lugares donde no podía usarse un caballo. Esto fue allá por 1981, y es hasta ahora que puedo creer lo que contaban mis tías”. (Entrevista con Marta Durán). Pero de un tiempo a esta parte los presuntos chamulas se han puesto respondones. Para empezar exigen que se les deje de llamar chamulas y se les identifique por su etnia y paraje; luego reclaman todos sus derechos. Porque la infamia no remite. Fueron herramientas, motores de sangre y máquinas de trabajo en la época del racismo duro, inditos en los años del racismo condescendiente y marginados a redimir con gasto social en tiempos de neoindigenismo consecuentador y políticamente correcto. Hoy, cuando las monturas se sacuden al jinete y enderezan la espalda, es ofensivo y estúpido ofrecerles baratijas, cuentas de vidrio y espejitos. La infamia histórica no reside en que les hayan faltado microcréditos blandos y oportunidades educativas de excelencia, el hecho es que se les ofendió y humilló desmesuradamente. Y el hombre que fue montado por el hombre tiene ante todo un pendiente ético, un adeudo moral. Las mataduras de la silla de indio, como las del cepo, el trozo y el chicote, no sanan con inglés y computadora, ni con bochos, teleras y changarros; remiten, si acaso, con justicia, respeto, libertad y buenos modos; lo demás también importa pero vendrá por añadidura.. |