Durango
Discriminación institucionalizada
FOTO: Nicolás León realizando mediciones antropométricas, ca. 1900, Biblioteca de la UDLA |
Selene Galindo Cumplido
La discriminación y el racismo hacia
los pueblos originarios de Durango
es una práctica cotidiana. En la capital del estado sólo basta
ser mujer tepehuana y decir “hablo una lengua
indígena”, para sentir la tensión que esto
desemboca.
En el estado vivimos seis pueblos indígenas:
huicholes; mexicaneros;tarahumaras; tepehuanes
del norte y del sur y, de reciente
arribo, los mazahuas, que están migrando. A
pesar de la diversidad, no existe un reconocimiento
de la sociedad duranguense hacia
nosotros como pueblos, pero lo más grave es
la discriminación institucional en que incurren
las dependencias gubernamentales y sus
trabajadores.
Los casos más comunes se dan en las clínicas
y los hospitales ubicados en la sierra de los
municipios donde habitamos los indígenas,
entre ellos El Mezquital y Pueblo Nuevo,
que están dentro del área cultural denominada
El Gran Nayar. En varias comunidades
existen clínicas en donde sendos doctores y
enfermeras deben prestar los servicios médicos.
Muchas de estas clínicas permanecen
cerradas la mayor parte del tiempo, y cuando
están abiertas, no existen interés ni mecanismos
adecuados para atender a la población
en su lengua materna, además de que no
cuentan con los medicamentos básicos.
Partiendo del hecho de que muchas clínicas
permanecen sin personal, cuando hay emergencias
las familias indígenas suelen acudir
a comunidades como La Guajolota, ubicada
en el municipio de Mezquital, donde hay
un hospital integral. Pero eso no resuelve el
problema; a pesar de que lleva muchos años
funcionando, este hospital –como el resto de
las instituciones– no cuenta con un traductor,
que es indispensable en muchos de los
casos. Igual que los otros centros de salud,
este hospital integral suele tener desabasto
de medicamentos.
Así, frecuentemente los pacientes son trasladados
a la ciudad de Durango para que se
les atienda en el Hospital General, lo cual
resulta en complicaciones a veces mortales.
Desafortunadamente el problema es que los
servidores de las instituciones consideran
que es en el “indio” donde está el problema.
Suelen mostrarse asombrados porque no hablan
español.Se han dado casos de personas,
incluso niños, que han perdido la vida por el
ir y venir de una clínica a otra.
En otras instituciones se ven problemas similares.
En el caso de la Secretaría de Agricultura
y su programa Procampo, en lugar
de entregar el apoyo en las comunidades,
los condicionan a que los beneficiarios se
trasladen a la cabecera municipal, ubicada
en promedio a seis horas o más. Y a veces es
necesario dar dos vueltas porque el encargado
de los pagos no está. Todo, para recoger
el subsidio, que en muchos casos suma sólo
mil pesos que se acaban en el transporte, la
alimentación y el hospedaje.
En la ciudad, la escuela ha enseñado que los
“indios” fueron de otra época, de siglos pasados.
Decir que eres indígena hace que se
suelten los murmullos y en ocasiones hasta
el rechazo. Muy poca gente acepta en la ciudad
que pertenece a algún pueblo indígena,
lo que ha llevado a que muchos jóvenes en
la ciudad opten por negar su origen. ¿Cómo
decir que hacen mal, si cuando alguien se
reconoce como indígena se arriesga a que le
cierren las puertas?
El problema es muy complejo y se manifiesta
de muchas maneras.Lo expuesto es apenas
un ejemplo. Ojalá que ahora las miradas
y juicios sean no hacia las personas a quienes
nos consideran diferentes e incluso inferiores,
sino hacia las instituciones gubernamentales
que tienen entre sus responsabilidades
brindar un buen servicio sin anteponer prejuicios,
con apego a los derechos de los pueblos
indígenas.
La discriminación es tal que muchos desconocen
o niegan la existencia de los indígenas en
el estado, dicen no conocer a alguno, aunque
muchos los tengan de vecinos. “No seas un
indiorante”, dicen algunos duranguenses.
Tepehuana, originaria del estado de Durango y
estudiante del primer semestre de la licenciatura
en Antropología Social en la ENAH
Racismo en el sur cafetalero
FOTO: "Tzeltales de Tenejapa", Bodel Christensen, México, 1970 |
Sandra Odeth Gerardo Pérez
Allá en el lejano sur, en el último territorio que
se anexó a México, en donde se trazó una delgada
línea que divide a dos naciones; en aquella
región fronteriza que cada vez se tiñe más
de sangre, se ha configurado un espacio de continuidad
geográfica, histórica y cultural, pero también de racismo
y explotación.
La región del Soconusco, en el estado de Chiapas, abarca
un fértil territorio en el que desde tiempos prehispánicos se
han producido codiciadas materias primas: grana cochinilla,
cacao, plátano, caña de azúcar, hule y café.
La importancia que adquirió el Soconusco desde finales
del siglo XIX y que lo insertó completamente en
la dinámica del capitalismo estuvo basada en la
producción del café. Desde entonces las fincas
productoras del aromático, la mayoría en manos
de alemanes y estadounidenses, requirieron
de una enorme extensión de tierra y de una
gran cantidad de mano de obra, obtenida en un
primer momento de indígenas de los Altos de
Chiapas y después del flujo de migrantes guatemaltecos
y de grupos indígenas asentados en la
frontera. Así, los millones de quintales de café
que se produjeron durante la primera mitad del
siglo pasado son impensables sin las manos tzotziles,
tzeltales, mames, cakchiqueles, mochós,
quichés y mestizas.
El caso del pueblo mam, que desde el trazo
oficial de la línea fronteriza en 1882 quedó
dividido entre México y Guatemala, deja ver
cómo las prácticas capitalistas y las políticas del Estado
mexicano, en diferentes momentos, han demarcado formas
de explotación en las que a ciertos grupos de personas,
a determinados fenotipos, incluso a determinadas
nacionalidades, corresponden trabajos específicos. Ello
ha dado pie a prácticas de explotación del campesinado
indígena que sin duda rebasan el espacio de los cafetales,
y que echan luces sobre esa división del trabajo
racista de la que se habla para América Latina.
Durante el porfiriato hubo un importante flujo de jornaleros
mames para la pizca del café en el Soconusco, entonces el gobierno de Díaz facilitó a los finqueros el acceso
a la mano de obra “promoviendo” el asentamiento de
familias jornaleras en los terrenos nacionales aledaños a las
grandes fincas. De esta forma los mames fueron desplazados
de sus tierras en la planicie a la región de la Sierra, con
menor productividad agrícola.
En el período cardenista se consolidó la idea de que ciertas
razas eran “más aptas” para el trabajo en el cafetal; peticiones
de finqueros de la época solicitaban a los distintos
niveles de gobierno que permitieran el paso de “indígenas
guatemaltecos”, a fin de que no se afectara la producción,
ya que consideraban que estos jornaleros eran indispensables
para lograr la recolección completa del fruto, tanto
por la práctica que tenían, como por la capacidad natural
que se les adjudicaba para la tapisca del café. Por lo anterior,
y con el auge de la producción cafetalera, se nacionalizaron
como mexicanos a los mames del Soconusco,
convirtiéndolos así en sujetos de reparto agrario, lo que
efectivamente les ha permitido resistir a base de milpa,
pero que a la vez los configuró como mano de obra barata
para las grandes fincas.
A los mames la nacionalidad mexicana les fue impuesta
por las políticas indigenistas específicas para
los pueblos de la frontera, quienes representaban
para el Estado no sólo “atraso cultural” sino también
“antinacionalismo”, y por medio de una incorporación
económica forzada. Incorporación
en la que quedaban sujetos a relaciones de explotación,
en donde los detentores del poder político
y económico eran blancos o mestizos mexicanos,
y los indígenas,aquellos de piel más oscura o guatemaltecos,
eran los que tendrían que trabajar de
sol a sol para la producción cafetalera.
Así, las relaciones laborales en esta región han
estado marcadas por el racismo y la xenofobia,
que desgraciadamente se arrastran hasta nuestros
días afectando a los miles de centroamericanos
que buscan cruzar la frontera de aquel
tan lejano sur.
Historiadora de la UNAM y estudiante de la ENAH |
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