l pleno de la Cámara de Diputados avaló ayer, por unanimidad, las reformas a los artículos 3 y 31 de la Constitución, que hacen obligatoria la educación media superior. De acuerdo con la minuta aprobada en San Lázaro –que tendrá que ser avalada por la mayoría de los congresos estatales–, la obligatoriedad del bachillerato será gradual y se iniciará a partir del ciclo escolar 2012-2013, hasta lograr la cobertura total en sus diversas modalidades en el país, a más tardar en el ciclo escolar 2021-2022
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Las reformas referidas constituyen un avance en la adecuación del marco legal vigente a las necesidades sociales del país. Pero, aunque el propósito que se persigue resulta incuestionable, esas modificaciones no bastan para llevarlo a cabo.
En principio, el país arrastra un rezago histórico en materia de cobertura educativa: actualmente, cuatro de cada 10 jóvenes en edad de cursar el bachillerato se quedan sin ingreso a los ciclos de educación media superior, no sólo por las carencias de su preparación escolar previa, sino por falta de cupo en los planteles públicos; tales niveles de exclusión son consecuencia de la asfixia presupuestaria, el abandono y la precariedad a que ha sido sometida la educación pública por los gobiernos neoliberales, incluido el actual. Para que dicha reforma cuente con condiciones mínimas de cumplimiento es necesario, en primer lugar, que el Estado cumpla con sus obligaciones constitucionales y legales de garantizar educación gratuita y de calidad para todos los mexicanos, así como frenar el proceso de conversión de la enseñanza en un producto disponible sólo para quienes puedan adquirirlo, proceso negado por los gobernantes de las tres décadas anteriores pero convertido en una alarmante realidad hoy día.
Por otra parte, en un momento social caracterizado por el aumento de la pobreza y la miseria, la desigualdad, el desempleo, la exclusión y la marginación, la cobertura universal en educación media superior sólo puede ser vista como un buen deseo. El mismo paradigma neoliberal que ha llevado al sistema de educación pública a grados de desastre, ha construido un país en el que buena parte de las familias no cuentan con recursos suficientes para enviar a sus hijos a la escuela –y, en no pocos casos, para garantizar siquiera las necesidades mínimas de alimentación y vivienda– y en el que éstos carecen, en consecuencia, de horizontes de desarrollo personal distintos a la economía informal, la emigración, la delincuencia o, en el mejor de los casos, la incorporación a trabajos mal pagados, precarios e inseguros.
De esta manera, aunque las reformas citadas son positivas, se corre el riesgo de que su aprobación acabe por dar paso a una nueva circunstancia de simulación legal –como ocurre, por ejemplo, con los preceptos constitucionales del trabajo y la vivienda dignos y del salario remunerador–, o que, peor aun, se convierta en un pretexto para criminalizar y acosar a aquellas familias que, agobiadas por circunstancias de carencia económica y marginación social, no puedan cumplir con las obligaciones ciudadanas que se desprenden de las reformas comentadas.
En ocasiones, los cambios en las leyes pueden funcionar como catalizadores de cambios en la realidad social misma, y cabe esperar que sea precisamente eso lo que ocurra con la reforma constitucional referida. Pero para ello es necesario también modificar la postura de la administración hacia el sistema educativo, el cual es utilizado hasta ahora como carta de cambio en la negociación de favores políticos y como anacronismo estorboso para la plena privatización de la enseñanza. Es preciso, asimismo, crear las condiciones sociales y económicas para que las familias puedan enviar a sus hijos adolescentes a la escuela durante tres años más que los actualmente estipulados y puedan, además, tener la certeza de que el esfuerzo vale la pena. En suma, el cumplimiento efectivo y universal de la educación obligatoria hasta el bachillerato pasa necesariamente por reorientar la política económica para impulsar la generación de empleos, y fortalecer el poder adquisitivo de los salarios y de los ingresos de los sectores mayoritarios de la población.