rabajos de 23 pintores ocuparon los vastos espacios de exhibición temporal en la Fundación Sebastián. Con una excepción, todos han sido alumnos de Ulises García Ponce de León, prestigiado maestro y elocuente expositor de sus conocimientos, tanto en la Escuela Nacional de Artes Plásticas como en La Esmeralda. Bien por su generosa intención, pero la exposición, en términos generales, resultó fallida, al grado de que puede pensarse que el debate sobre la pintura, iniciado en La Esmeralda, sufrió un revés, aunque desde luego hay excepciones.
En la planta baja del recinto se exhiben ambiciosas obras de formato grande. La que abre el recorrido se titula Conversaciones de lo dulce en mirada sorprendida, de Otto Cazares, artista muy aficionado a la música que reprodujo con acierto instrumentos de aliento (trombones) en atmósferas simbolistas
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Lo nocivo es que la mirada sorprendida
no viene a ser la nuestra, sino la de un gato enorme que recibe efluvios de un rompimiento de gloria. Al seguir el recorrido en el piso superior se rencuentra a Cazares en la pintura de un pozo con brocal historiado; de haber eliminado lo que se percibe como densa masa informe (¿la pierna de la joven que se asoma al pozo?), el cuadro hubiera ganado mucho.
Quizá algunos artistas pensaron que una propuesta tentativamente innovadora pudiera centrarse conceptualmente en la atipicidad del formato, de modo que Levantamiento de la cruz, de Víctor Sánchez, ofrece travesaño de madera tamaño natural sosteniendo la tela plegada sobre la que llevó a cabo la figura, como si se tratara de una representación de la Sábana Santa.
La cédula introductoria advierte que en Pintura y punto (título de la muestra) se reúnen investigaciones que interrogan el lenguaje pictórico. No obstante, es la parquedad de lenguajes propiamente pictóricos lo que se percibe y eso se debe en varios casos a intenciones algo desbocadas, como sucede en lo que pareciera ser alusión de Adrián González Becerra a la emblemática Citroen DS, de Gabriel Orozco. Esta representación fue realizada en parabrisas de coche (algo que ya se ha hecho). La temática automovilística quedó con carácter de ilustración.
Hazael González se propuso estimular veneraciones a sus héroes pictóricos proponiendo fondeados. Así, Ana con Robert (con fondo tipo Robert Ryman), Paula con Giorgio (Morandi) o Ella con Clyford (Still) ofrecen la figura de sus modelos bajo telones alusivos, y el espectador medianamente entendido busca la presencia sígnica de los homenajeados.
La visión de los cuadrados concéntricos abocinados de Julieta Aguinaco tienen buen tiro visual y la pieza convence, pero no así su díptico tic tac, en el que dos triángulos casi unidos por el vértice son depositarios del contenido pictórico, pero al estar flanqueados por cuatro triángulos rectángulos rojo vivo, éstos matan propositivamente el conjunto, sin lograr enrarecerlo.
Desde mi punto de vista, lo mayormente destacable recae en las Áreas de construcción, de Gabriel Carrillo de Icaza: pequeños óleos sobre madera, sin otra pretensión que plasmarlos de la mejor manera posible, el marcado con VII se lleva quizá la palma.
En el conjunto de temas sobre box de Israel Zamora destaca el verismo cuidadoso puesto en las peras, costales e implementos, más que en los rostros de los boxeadores, en tanto que el políptico de 60 x 120 de Valentina Olmedo integrado de 10 recuadros con distintos tipos de soluciones geométricas, resulta discreto y acertado, igual que las sencillas acuarelas, con buen manejo de este medio de Julio Pastor, como asimismo su simulación de fotos en soporte titulada Vanitas.
Las naturalezas muertas con rondanas de abecedario e indicadores planteadas por Mónica Contreras acusan concentrada minucia en la aplicación de elementos extra-pictóricos.
La pintura-pintura no es cosa nada fácil y aquí hay proposiciones con harta frecuencia dificultosamente volcadas. En algunos de estos trabajos las ideas privan sobre la ejecución, pero igualmente las hay que ni como ideas funcionan: un ejemplo es Alegoría de la viciosa, de Viviana Rivera, que no por ser altamente kitsch resulta erótica, cosa que no ocurre con los acertados recuadros soft porno que Gabriela Ortega adhirió a su composición.
En el variopinto conjunto resultan coherentes las pinturas en tonos azules de la serie Olas, de Selene Murillo. Tal vez una selección rigurosa, efectuada a partir de conjuntos más amplios que los exhibidos, hubiera redundado en una muestra que de algún modo apuntalara el quehacer pictórico, ya que de eso se trataba. Lo digo porque en innumerables ocasiones el artista no suele ser el mejor espectador de su propia producción. Los expositores, nacidos entre 1974 y 1988, son artistas ya formados.