ucha carga simbólica revisten dos pronunciamientos formulados ayer, en actos por separado, por parte del presidente nacional del Partido Acción Nacional, Gustavo Madero, y del jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard.
En el primero de ellos, el dirigente blanquiazul, en una gira por Baja California, ofreció promover reformas a los códigos penales estatales, para que provean a las mujeres de tratamiento médico integral y para que se incluyan disposiciones que eviten el encarcelamiento a causa de abortos
. El punto de contraste inevitable de tal ofrecimiento es la postura tradicional de ese partido de criminalizar a las mujeres que deciden interrumpir sus embarazos. Hace apenas unos días la dirigencia panista celebraba el rechazo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación a declarar inconstitucionales las legislaciones antiabortistas de Baja California y San Luis Potosí, pese a que éstas representan regresiones autoritarias y oscurantistas que atropellan el derecho de las mujeres al control sobre su cuerpo, su fecundidad y su maternidad.
Con tal antecedente, el planteamiento del dirigente del PAN pone en perspectiva una contradicción que resulta difícilmente explicable si no es como consecuencia de un pragmatismo electorero, un fallido intento por hacer compatibles las posturas ultraconservadoras de ese partido con un pretendido respeto a los derechos de la población femenina en México.
De su lado, en un encuentro con empresarios de Jalisco, el jefe de Gobierno del Distrito Federal planteó la posibilidad de crear, para 2012, un gobierno de coalición, un gabinete de coalición y programas de coalición
. Las coaliciones partidistas no son en sí mismas negativas e incluso pueden resultar deseables siempre que sus integrantes enarbolen posturas programáticas y proyectos comunes, y respondan a un interés genuino por la población. En el caso del México contemporáneo, en cambio, resulta inevitable preguntarse sobre qué base podrá gobernar un gobierno de ese tipo, en que se conjuguen intereses y plataformas tan disímbolos y hasta antagónicos como los que formalmente existen entre las fuerzas partidistas de izquierda y de derecha.
Ambos pronunciamientos son sintomáticos de un desvanecimiento de las definiciones y los límites ideológicos y programáticos de las distintas expresiones partidistas en el país. En la lógica de la disputa por el centro político, y de cara a los comicios presidenciales de 2012, da la impresión de que lo menos importante para la mayoría de los participantes es, justamente, aquello que da sentido a la política partidista: la promoción de proyectos de país diferenciados, definidos ideológica y conceptualmente; el sometimiento de éstos al escrutinio público y la obtención, a partir de ahí, de las simpatías del electorado y, en consecuencia, de sus sufragios.
Llevada al extremo, esta mezcolanza de posturas e idearios que son por principio incompatibles tiene el efecto de borrar, o al menos hacer imperceptible a ojos de la opinión pública, las diferencias y la identidad de las izquierdas y las derechas. En nuestro país, por añadidura, tal tendencia es preocupante, sobre todo cuando lo que se necesita, justamente, es la existencia de alternativas claras y definidas al proyecto económico, político e ideológico que han enarbolado las presidencias del último cuarto de siglo, emanadas tanto del PRI como del PAN.
Cabe esperar, en suma, que todos los involucrados reflexionen en torno a estos asuntos.