Perro, lobo, coyote
egún el precepto de Carl Nilsson Linæus, padre de la taxonomía, no habría problema alguno, salvadas de algún modo las asimetrías físicas y las animosidades previsibles, para cruzar a un perro chihuahueño de kilo y medio con un lobo de dos metros de largo (incluida la cola), porque ambos pertenecen a la misma especie, si se atiende a la secuencia del ADN. Posiblemente el resultado del romance no sería un bicho muy agraciado que digamos, pero seguiría siendo un perro o un lobo, que son, básicamente, la misma cosa. En ese cajón taxonómico, Canis lupus, entran también los dingos australianos y los lobos indios, y se discute si los chacales forman parte del conjunto o si deben ser considerados especie aparte, como ocurre con otros cánidos: los coyotes, por ejemplo, que son omnívoros, a diferencia de los lobos, tienen su propio nicho (canis latrans), así como los zorros; éstos pertenecen a la tribu Vulpini, con una decena de géneros y 27 especies distintas, una de las cuales (la lycalopex culpæus) fue domesticada por el pueblo de los onas, habitantes del extremo sur del continente americano, y llamada perro yagán
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Los cánidos (familia canidae, suborden caniformia, orden carnivora) surgieron en el curso del Plioceno en América del Norte y de allí pasaron a Eurasia por el Estrecho de Bering, en un trayecto inverso –y muy anterior– al que seguirían los humanos, y luego a África y Oceanía. Es posible que cuando nuestro ancestros dieron sus primeros pasos al pie de los árboles se hayan encontrado con un mundo lleno de cánidos.
Contra lo que tiende a pensarse, los humanos no domesticaron a los lobos, sino que éstos se les acercaron. El proceso parece haberse iniciado cuando manadas de lobos, atraídas por los desperdicios que dejaban a su paso los grupos nómadas, empezaron a seguirlos. A continuación, nuestros antepasados permitieron que aquellos cuadrúpedos de orejas paradas se acercaran al fuego, y se estableció un contrato de mutuo beneficio que dura hasta la fecha y que, según algunos, ha implicado la domesticación de los humanos por parte de los cánidos, toda vez que las sociedades establecidas por los primeros funcionan de manera más parecida a las manadas de lobos que a los grupos de primates con los que están biológicamente emparentados. El contrato es por lo menos tan antiguo como las evidencias arqueológicas halladas en 2008 en la cueva Goyet, Bélgica, que datan de 32 mil años. Ese acuerdo general no impidió que diversas culturas humanas no vieran a los perros como animales de compañía sino como alimento, como ocurrió con los mesoamericanos y sus xoloitzcuintles, o como sucede hasta la fecha en algunos puntos de Asia.
Hasta hace tres o cuatro décadas se pensaba que los perros descendían de los chacales, que son más carroñeros que cazadores, pero en septiembre de 1993 la Comisión Internacional de Nomenclatura Zoológica determinó que los perros (Canis lupus familiaris) son lobos grises (Canis lupus lupus) domesticados, a partir de los cuales se ha producido, por medio de cruzas selectivas, una infinidad de razas o subespecies. La resolución se fundamentó en la evidencia científica de una serie de bases nitrogenadas del ADN del lobo que (TACACGTA/CGC) está presente en el perro y en ninguna otra especie, y de la carencia de secuencias exclusivas del lobo ni específicas del perro: todas las que están en uno están en el otro. Posteriormente, experimentos genéticos realizados en Alemania, hace unos años, demostraron la inviabilidad de la hibridación entre perros y chacales. Digámoslo, pues, de manera escandalosa: la diferencia entre perros y lobos es meramente cultural.
O sea que, muy quitados de la pena, hemos introducido lobos en nuestros jardines, en nuestras salas y en las camas de nuestras crías.
Sí, pero no es para tanto. Si los lobos fueran seres rencorosos, ya habrían presentado querellas por difamación contra los hermanos Grimm, Prokofiev y demás fabuladores de viejas leyendas sobre lobos feroces. La verdad es que suelen evitar el contacto con los humanos y que incluso abandonan una pieza que han cazado si perciben la proximidad de una persona. Por excepción, los lobos atacan a la gente cuando son acosados, si padecen una hambruna prolongada o si tienen rabia, y la mayor parte de las víctimas son niños y personas débiles o enfermas. De acuerdo con los registros históricos de Francia, entre 1580 y 1830 (250 años) hubo 3 mil 69 bajas mortales por ataques de lobos, y en la mitad de esos casos las muertes no ocurrieron a consecuencia de las heridas, sino por contagio de rabia. Una anomalía destacable es la región india de Bihar, donde, en el cuatrienio 1980-1986, 122 niños fueron muertos, y otros 100, heridos por lobos. En contraste, en Siberia, donde hay una considerable población de lobos, las agresiones a humanos son prácticamente inexistentes. De cualquier forma, por cada humano asesinado por lobos debe de haber cuando menos un millón de lobos asesinados por humanos.
¿Y los coyotes? Pues los coyotes no emigraron. Se quedaron en América del Norte y desde la irrupción europea han sido los grandes beneficiarios de la mala imagen pública de los lobos, a los cuales han desplazado en buena parte del territorio estadunidense. Será que, como son flacos y más pequeños, los coyotes no llamaron tanto la atención de los depredadores bípedos.
Aunque genéticamente no sean perros, los coyotes se han vuelto, en parte, animales urbanos: en el área metropolitana de Chicago viven unos 2 mil especímenes, tanto en parques como en áreas industriales y habitacionales; en Nueva York se les ha visto en el campus de la Universidad de Columbia y en Central Park. Los coyotes citadinos suelen evitar el contacto con las personas y alimentarse de desperdicios, o bien de ardillas y ratones. Viven más tiempo que sus hermanos silvestres y han desarrollado hábitos de nocturnidad. Al parecer, están haciendo en forma sigilosa lo mismo que los ancestros de los perros domésticos: aproximarse a los humanos y habitar poco a poco sus entornos.
California registró 48 ataques de coyotes a humanos en el periodo 1998-2003 (niños y ciclistas, en su mayoría), y en los territorios de Estados Unidos y Canadá sólo hay dos muertes documentadas: la de una bebé en Glendale, California, en 1981, y la de un muchacho de 19 años en octubre de 2009, en Nueva Escocia, Canadá. Más mordidas dan los perros.
Y uno se pregunta por qué no habría de repetirse la colonización coyotil de Chicago en urbes mexicanas en las que cualquier coyote pasa inadvertido entre las hordas de perros callejeros que forman parte de nuestros paisajes urbanos.
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