a retrospectiva que celebra los fecundos 80 años de vida del pintor Rafael Coronel lo entrega de manera bastante completa, incluso con algunos de sus desmanes, principiando por el gran cuadro apaisado tamaño mural que recibe al espectador en la Sala Nacional. Sólo faltaron muestras de su breve etapa paisajística, muy colorida, que abandonó al escaso tiempo de haberla iniciado.
No hay duda de su importancia en el decurso de la pintura mexicana de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI; es uno de los figurativos más persistentes y productivos y, quiérase o no, pertenece a la generación mal denominada de Ruptura
, pese a que también guardó nexos con la corriente supuestamente contraria, Nueva presencia, entre cuyos principales integrantes estuvieron José Luis Cuevas (que abjuró de la misma), José Muñoz Medina, Leonel Góngora, Emilio Ortiz, injustamente poco recordado hoy día, capitaneados por Arnold Belkin y alentados por la distinguida historiadora estadunidense Schifra Goldman, recién fallecida.
Nada puede ser más opuesto que la figuración de Belkin confrontada con Coronel, misma que ofrece muchas constantes a la vez que variantes. El cuadro de más antigua data es una técnica mixta sobre papel de 1952, Mujer de Jerez. Ofrece un primer quiebre a través de la etapa de las obras sobre cartón, realizadas entrados los años 50, de las que se exhiben varios ejemplares que resultan prototípicos de los tiempos en los que se gestaron.
Destaca Jueves nocturno (colección Horacio Flores Sánchez) y Las catacumbas (colección Arnaux). Hay un retrato de Francisco Corzas, un poco posterior, muy baconiano y dos autorretratos del autor.
El ojo se ve irremisiblemente llevado en esa zona por las formidables ratas de 1973, que revelan un perfecto conocimiento de este roedor, concebido como metáfora de otras instancias. Los ojillos implacables y la actitud devoradora de una de éstas (colección MAM) están entre sus creaciones más notables de aquella etapa, entreverada con los personajes de barrios bajos citadinos, a los que siempre ha sido afecto. Lourdes y Monumento al sábado, así como el enano trepado en una base y que agita una bandera mexicana, acompañado de un perrito lanudo, quedan como ejemplares de esta predilección suya que retoma en otros momentos de su trayectoria.
La marca
, si así optamos por denominarla, de Rafael Coronel, corresponde a las presencias impersonales, tipificadas por sus atuendos y tocados que le acarrearon gran éxito. Los hay solos o agrupados en conjuntos de tres o más figuras. La hechura pictórica es delgada, con lo que quiero decir que no hay texturas y sí barridas pictóricas, de gran efecto, que el ojo compone a distancia, como ocurre con Muerte de la libélula y con Jamaica, en el que se percibe a la izquierda el busto de un viejo que carga pescados cuyos ojos, igual que sucede con los de las ratas y con los personajes, cuestionan al espectador.
En un espacio separado museográficamente mediante mamparas, tal que si se ingresara a otro apartado, se exhiben pinturas de niños, todos con pantalón corto. Algunas, como Niño con pizarrón 1965, son terroríficas. El pizarrón está connotado por medio de una ecuación algebraica. No se trata de representaciones caricaturizadas, los rostros alterados a la manera expresionista son reveladores de descomposición interna, o al menos tal es la impresión que se recibe, por ejemplo, con Niño del aro. Onda gruesa está entre los mejores e igual un sin título 1965, muy texturado y esgrafiado que guarda reminiscencias con de Dubuffet, sin que se trate de una glosa. Este conjunto termina con el retrato
de Charles Chaplin visto de perfil y convertido en teporocho de los barrios bajos mexicanos.
Al regresar a la zona principal, la secuencia de los personajes en destiempo continúa con obras que como Tadeo y su séquito son ejemplos del virtuosismo que el pintor obtuvo, tanto como ejecutor que como compositor de escenas. Sus elecciones colorísticas son parcas: tierras de sombra, negros ocres oscuros que en todos los casos hacen destacar las carnaciones rosáceas de los personajes, muy iluminadas.
La decisión de orquestar la composición en rojo se hace evidente en Peregrinos, 1970, que reúne no menos de 15 personajes capitaneados al centro por uno que no endosa cucurucho de penitente, sino un solideo negro. Hay una peculiaridad, a la izquierda se percibe que uno de estos penitentes o perseguidos besa la cabeza decapitada de un anciano, compensada con el yacente del lado opuesto. Las directrices geométricas que guardan estas composiciones de gran formato se emparentan con ejemplares del siglo de oro de la pintura española o con ejemplares italianos. Las hay también fondeadas en azules, color que este pintor no suele frecuentar.