oy que todo es lenguaje. Que los lenguajes entablan despiadadas batallas entre ellos, y los emergentes amenazan con la extinción a otros, milenarios a veces como el que se alimenta de la lectura, o las lenguas cucapá, yidish o secoya. Hoy que el habla y la escritura crecen en extensiones inimaginables hace menos de una generación, que el contacto y la comunicación humanas son eficazmente virtuales y la distancia no importa, que los términos de la relación social tienden a prescindir de la presencia física. Hoy que como anunciara Marshall Mcluhan el medio es el masaje, la piel ha ganado importancia a contracorriente de las nuevas tendencias, como un espacio de lenguaje en sí mismo, ya no sólo materia de la dermatología y el racismo.
Por más dispositivos y botones que se impongan, en la piel empieza desde siempre el mundo exterior, físico, perceptible. Sólo la piel toca y es tocada. Para la cultura occidental, finalmente globalizada en el presente, la piel era una página en blanco que podía verse blanca, negra, roja o amarilla. Y con sólo esas nimias diferencias se montaban ideologías, guerras, fobias, delirios de superioridad.
Ahora la gente se pinta o interviene
el cuerpo con mayor soltura que nunca. Sean los hinchas futboleros que se empastelan el rostro con los colores primarios de sus respectivas banderas patrias. Sean los manifestantes antisistema que usan cuerpo y pellejo como lugar de representación y materialización del grito. Sean, de modo radical, los cada día más frecuentes tatuajes en las pieles de las nuevas generaciones. Gracias a sus calidades fotogénicas, la piel decorada triunfa en la esfera mediática, donde una imagen dice más que mil palabras mientras la gente se la pasa hablando a solas por el celular o escribiendo urbi et orbi frases cortas, triviales y continuas.
Cualquier mensaje o contenido puede convertirse en simulación y montaje: manipulado, borrado, restringido, amplificado, fotocopiado. Ante ello, tatuarse es una osadía, por irremediable. La generalización del tatuaje entre la gente que anda por la calle, y su avance progresivo en cada cuerpo que lo lleva, dan nuevos pretextos para la semidesnudez sugerente o descarada. Las celebridades nos convencen de su amor difundiendo sus tatuajes, pues el hombre ilustrado
cuenta con legiones de herederos que Ray Bradbury no previó. Ya no hace falta ser viejo lobo de mar, mercenario, sobreviviente de un campo de concentración o miembro de una secta criminal para llevar ilustraciones indelebles en el cuerpo. La piel es el mensaje. El documento manuscrito.
Pero así de público y exhibicionista como se presenta el mapa personal de los tatuados, también es el límite último de la intimidad. Hasta la gente más pintada posee un último recinto tatuado que, si alguien más consigue mirarlo es que ya llegó a todas y cada una de las partes de ese cuerpo, en el cual fue recibido y mereció la recompensa más secreta.
En un mundo surcado de mediaciones extracorporales, puentes inalámbricos, transcripciones automáticas y decodificaciones, donde el envío de mensajes a cualquier parte del planeta humano es instantáneo, ilustrarse el cuero resulta absurdo, provocador, acaso atávico. Tantos pueblos ancestrales usaron la piel para decirse y significarse. Tantos lo siguen haciendo: los indígenas amazónicos se trazan grecas cuando quieren, los maoríes se tatúan del rostro en adelante y para siempre, hay tribus africanas que se labran cicatrices con fines rituales.
El lector recordará aquella fábula de Peter Greenaway, El libro de cabecera (1996), que elabora sobre el uso de la piel como libro, como lienzo, como objeto del deseo a través de una historia de sensualidad y necrofilia exquisitamente insoportable. Sirve tal vez como canto de cisne para la insigne y milenaria caligrafía japonesa, que como todas las caligrafías, ha sido suplantada por programas computacionales.
Para marcar la diferencia de generaciones, el uso de la piel resulta muy útil. Cuando el veterano bajista de Led Zeppelin declaraba en 2009 sobre su nuevo trío Them Crooked Voltures, formado con un integrante de Nirvana y Foo Fighters, y otro de Queens of the Stone Age, marcaba así la diferencia de edad con sus colegas: “Soy el único libre de tinta (ink free) en la banda”.
Con el piercing, la piel deviene escaparate y experiencia, donde se instalan pequeñas joyas perforando los márgenes de la vulva, el glande, la lengua, el pezón, el labio inferior o las inmediaciones lagrimales. Es decir, en el borde de las mucosas, donde comienza el cuerpo adentro.
La piel ha multiplicado sus aplicaciones. Las protestas ambientales se pintan de verde. Si son contra la violencia, de rojo. Por los derechos de los animales se pintan de cebra o gato. Y los tatuajes, arte supremo, cuentan la historia de un sueño, un símbolo, un tótem que envejecerá, olvidará y morirá con el cuerpo que lo lleva, hablando sin tregua con quien lo toque y vea.