or veintisiete años, La Jornada ha sido voz independiente, expuesta y dispuesta al riesgo político y al boicot económico por no sacrificar nunca la libertad de expresión y de crítica; estar ligado a ella por todo este tiempo, sin sufrir intento alguno de censura o recomendación sobre el contenido de mis colaboraciones, que juntas harían ya varios tomos, vale mucho para mí y me obliga más a la congruencia y a la responsabilidad con la verdad y con los lectores.
En este marco de cumpleaños, comento el proyecto que en materia penal presentó el Ejecutivo al Congreso. Podemos dividir las reformas en dos grupos diferentes: las aparentes, para tratar de convencernos de las bondades de la iniciativa, y las sustanciales, que constituyen un paso más al autoritarismo y una vuelta de tuerca a las libertades ciudadanas.
Las primeras son sólo oropel, agua de borrajas, como se decía antaño para significar algo vacuo. Quien las presenta, el secretario técnico del Consejo Coordinador para la Implementación del Sistema de Justicia Penal, insiste, por ejemplo, en la transparencia
, en la confiabilidad
y nuevamente en la falacia de que estamos pasando, gracias a estas reformas y a otras recientes, de un procedimiento anticuado e inquisitorial a un procedimiento moderno, acusatorio y controversial.
Estos supuestos avances no constituyen en verdad novedad alguna: los juicios ya son públicos desde antes de las pretendidas reformas; tan es así, que hasta una película amañada se pudo filmar durante todo un procedimiento, y si ciertamente se requieren espacios más amplios y un cambio de prácticas, para ello no son necesarias reformas legislativas.
Más bien, con las propuestas vamos para atrás: aceptar denuncias anónimas e ir más allá, alentarlas mediante recompensas en efectivo, lo único que produce es un mayor riesgo de atropellos e injusticias, y abre la puerta a nuevas formas de corrupción.
Tampoco es cierto que nuestro procedimiento actual sea inquisitorial y que apenas vamos a pasar a un sistema en el que acusador y defensor se encuentren en el mismo plano de igualdad ante el juez; esto ya existe desde 1917 cuando formalizó en la Constitución el papel del Ministerio Público como parte acusadora y se quitó al juzgador la facultad de indagar por sí mismo o de investigar los delitos.
En el siglo XIX, en efecto, los llamados jueces instructores tenían la función de investigar los delitos y también dictar las sentencias, esto es, eran juez y parte, pero el proyecto de Venustiano Carranza suprimió esa barbaridad y propuso el sistema acusatorio, en el cual las partes, Ministerio Público acusando y defensor representando al acusado, están en equilibrio y con las mismas cargas procesales, recursos y términos, bajo la autoridad de un juez imparcial.
Los juicios orales tampoco son ninguna novedad, pero si lo fueran no serían por sí mismos garantía alguna de mejoramiento del sistema; ya se vio en el caso de un juicio oral en el estado de Chihuahua, en el que se liberó al autor de un homicidio precisamente en un juicio de esta naturaleza.
En la década de 1920 se experimentó ampliamente con los jurados populares. En ellos, los mejores oradores ganaban los casos; el experimento no garantizó una buena administración de justicia y se tuvo que suprimir, porque los jurados se dejaban llevar por la retórica de los buenos oradores y por las virtudes histriónicas de los acusados.
Hoy mismo, buena parte de nuestro procedimiento penal es oral; lo son las audiencias, que por eso se llaman así, los careos, los interrogatorios a los testigos y a los peritos y otras muchas partes del proceso.
Entonces, si las supuestas o aparentes novedades en los procedimientos penales no son tales, ¿qué es lo que pretende esta reforma y otras anteriores que se han aprobado durante el actual gobierno?
Lo que se pretende en el fondo, y por eso llamo mentirosa a la reforma, es convertir a la policía en la institución toral de las estructuras de procuración de justicia, quitándole al Ministerio Público la función que en nuestro sistema está a su cargo; ya en 2006 se modificó sin discusión a fondo y casi subrepticiamente el artículo 21 constitucional, para colocar a las policías al mismo nivel que al Ministerio Público.
Lo que se quiere es contar con fuerzas públicas que puedan ser instrumentos de autoritarismo y de represión; se necesita atemorizar a la gente, convencerla de que las libertades y derechos humanos pueden ser sacrificados a la seguridad, y esto es absurdo: debemos exigir que se mantengan en toda su amplitud nuestros derechos y garantías y que simultáneamente se combata con eficacia a la delincuencia, no sólo persiguiéndola cuando cometió los ilícitos, sino con medidas preventivas, que ataquen las fuentes o causas del mal, que son básicamente la injusticia en la distribución de los bienes que producimos entre todos y la falta de oportunidades para los jóvenes.