Opinión
Ver día anteriorLunes 19 de septiembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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En busca de tierra firme
A

su paso por Oaxaca, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad sufrió una mutación importante. La Caravana al Sur se llevó sobre los hombros, con cierta preocupación, la carga que depositaron los pueblos indios de Oaxaca al asumirse como parte del movimiento y dar a Javier Sicilia funciones de autoridad en la construcción de un nuevo país.

En Oaxaca la caravana no sólo dio visibilidad a víctimas individuales de toda suerte de violencia, algo sumamente valioso que ha estado haciendo el movimiento desde que nació. Hizo también evidente las consecuencias de que el impulso criminal nazca dentro del Estado y se extienda como plaga por todo el cuerpo social.

La ambigüedad del lodo, que no pertenece al mundo acuático ni al terrestre, se empleó en Oaxaca como imagen pertinente de la situación: vivimos en un lodo social y político en que no es posible distinguir el mundo de lo legal y el de lo ilegal, el mundo de las instituciones y el del crimen.

Hace cuatro décadas Foucault abrió una línea de reflexión sobre el poder que no quisimos seguir. Mostró, entre otras cosas, que en vez de separar lo legal de lo ilegal la ley no hace sino gestionar ilegalismos como privilegio de clase. No es un estado de paz, sino una batalla perpetua. Únicamente una ficción puede hacer creer que las leyes están hechas para ser respetadas, que la policía y los tribunales están destinados a hacer que se las respete. No basta saber que las leyes están hechas por unos e impuestas a los demás. Hay que des-cubrir, además, la falacia inherente al estado de derecho. El ilegalismo, que atraviesa toda la administración de Calderón y abarca cada vez más áreas de su gestión, no es accidente o imperfección, sino elemento central del funcionamiento social. Todas las leyes articulan espacios en los que la ley puede ser violada, con otros en que puede ser ignorada, con otros en los que las infracciones pueden ser sancionadas. En el límite me atrevería a decir que la ley no está hecha para impedir tal o cual tipo de comportamiento, sino para diferenciar las maneras de vulnerar a la misma ley (Foucault, Un diálogo sobre el poder, 2008, 12).

La ley de seguridad nacional que aún se pretende aprobar aumenta los privilegios de quienes puedan violar o ignorar la ley y amplía el espacio dentro del cual los ciudadanos quedan sometidos al poder arbitrario. Detener la aprobación de la ley, como detener la guerra, son pasos necesarios en el camino para impedir la locura de 2012.

Con Calderón se ha hecho imposible mantener las ficciones que sostienen al Estado moderno. Como bien dijo Sicilia en Oaxaca, intentar elecciones en las condiciones actuales significaría hundirse aún más en el pantano. No hay posibilidades reales de una elección democrática y quien fuera electo carecería de legitimidad y poder político. Sin más recurso que el control formal de la fuerza pública, no sería gobernante, sino policía. Si estamos hasta la madre de la situación actual, el desastre que se produciría con la pantomima electoral es apenas concebible. Por eso el movimiento se llevó de Oaxaca un punto central de la agenda política en la emergencia actual: cómo impedir que lleguemos a las elecciones de la ignominia.

En Oaxaca quedó claro también que la emergencia sólo puede enfrentarse desde abajo, mediante la organización de la gente que permite recomponer el tejido social lastimado y a punto de ser destruido, y retomar el control de sus propias vidas, que están siendo empujadas a un despeñadero en que la violencia no es la peor de las desgracias que nos abruman.

Se fue de Oaxaca la caravana con una exigencia claramente planteada al movimiento: necesita hacerse revolucionario. Se le dijo retomando, con otras palabras, una vieja noción de Iván Illich, citado repetidamente por Javier Sicilia en estos días. “Sólo llamo acto revolucionario un acto que, cuando aparece dentro de una cultura, establece irrevocablemente una nueva y significativa posibilidad: una transgresión de fronteras culturales que abre un nuevo camino. Un acto revolucionario es la prueba inesperada de un nuevo hecho social que no puede haber sido predicho, esperado o hasta llamado urgente, pero que nunca había sido mostrado como posible. Por lo tanto, un ‘acto revolucionario’ debe distinguirse de lo estrambótico, de lo santo y de lo comúnmente considerado criminal.” Esta exigencia, en las condiciones actuales, sólo puede plantearse a un poeta. No es para ideólogos y menos aún para líderes de masas.