on sólo dos títulos, la presencia del cine mexicano en este festival de Toronto ha sido discreta pero bien recibida. Ya escribí sobre Miss Bala, de Gerardo Naranjo, cuando se estrenó en el pasado festival de Cannes; el lector podrá comprobar sus virtudes ahora que está en cartelera.
El otro es Los últimos cristeros, tercer largometraje de Matías Meyer, que representa un enorme brinco con relación a sus dos anteriores, Wadley (2008) y Calambre (2009). Según se infiere del título, la película trata un periodo pocas veces abordado por el cine mexicano: a finales de los 30, un pequeño grupo de cristeros huye por la sierra de los federales, mucho más numerosos y mejor armados.
Sobre esa anécdota mínima, Meyer elabora una visión histórica cuyo único precedente sería Reed: México insurgente (1970), de Paul Leduc, no en cuanto a estilo narrativo, sino en el ánimo de romper con lo establecido y apostar por un sentido de lo inmediato, que privilegia la particularidad del momento sobre el desarrollo dramático convencional. El cineasta enfatiza el acto de encender un cigarro con un pedazo de pedernal, una cena con el fondo estrellado del cielo o el simple intercambio de una botella de aguardiente, como formas de descripción de personaje, sustituyendo el diálogo.
Asimismo, no se especifica una curva dramática fuera del avance de los cristeros sobre paisajes que van cambiando de topografía. Las múltiples tomas en que los personajes se integran a un terreno de bella aridez remiten a la iconografía del western, mientras los acercamientos a los marcados y hieráticos rostros de los actores –la mayoría no profesionales– reflejan la influencia de toda una tradición gráfica de la pintura y el grabado mexicano. También llamativos en su autenticidad son los momentos musicales que parecen espontáneos y caracterizan otra forma de expresión muy nacional.
Por lo contrario, el tipo usual de recreación histórica fue vista en Once flores (la película no se presentó en Toronto con su nombre chino, sino el título en inglés 11 Flowers), una mirada a otro pasado traumático, en este caso los últimos años de la revolución cultural maoísta. El director Wang Xiaoshuai repite la estrategia de ver el periodo a través de ojos infantiles, esta vez un niño que atestigua la huída de un hombre que ha asesinado al violador de su hermana y pretende prenderle fuego a las fábricas estatales.
Aunque la historia pierde fuerza en su último acto, Wang lleva su relato con naturalidad de tal forma que los detalles sobre un sistema represivo son integrados al tejido de la narrativa. Por ejemplo, durante una cena los comensales comienzan a cantar, pero, por temor, deciden sustituir las canciones populares por los himnos maoístas. Nadie ni siquiera lo cuestiona.
Dos temas que han sido recurrentes en este festival, el abuso de niños y la corrupción de la justicia, son abordados en el documental Paradise Lost 3: Purgatory (Paraíso perdido 3: purgatorio), de Joe Berlinger y Bruce Sinofsky, fin de la trilogía sobre el célebre caso de los llamados West Memphis Three, los tres inocentes que fueron encarcelados durante 17 años, por capricho de la incompetencia policiaca y judicial, acusados de haber matado a tres niños en un ritual satanista. Es una pena que la liberación del trío ocurrió cuando el documental había sido terminado y sólo hubo el recurso de añadir un anticlimático letrero.
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