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Erosión que no cesa La combinación de cambio climático que hace más erráticas las cosechas, estrangulamiento energético que aumenta sus costos, crisis alimentaria que encarece la comida y recesión económica que vuelve más pobres a los pobres y debilita la capacidad importadora de granos de las economías frágiles, provocó una emergencia global y la aparente modificación de los paradigmas neoliberales que desde hace tiempo propugnaban los organismos multilaterales. Así, en los años recientes no sólo la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), sino también el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) están aconsejando incrementar las inversiones en agricultura, involucrar más al Estado en el fomento agropecuario, apoyar la producción interna de alimentos y fortalecer la economía campesina. Recomendaciones que muchos países han seguido… menos México, que mantiene las añejas recetas mercadócratas. Y el encarecimiento de los granos se vuelve problema grave para un país dependiente como el nuestro, cuyas importaciones alimentarias han elevado notablemente sus costos en los años recientes al extremo de que bordean los 20 mil millones de dólares anuales, monto semejante al de los ingresos por remesas enviadas por los migrados, que habían llegado a 24 mil millones pero disminuyeron por la recesión. Así, importar alimentos estadounidenses cosechados ahí por mexicanos y “exportar” campesinos mexicanos que podrían producir aquí esos mismos alimentos dejó de ser el “buen negocio” que generaba un saldo favorable neto de unos diez mil millones de dólares anuales y hoy empieza a ser ruinoso, aun en términos económicos. Pero el éxodo campesino y la dependencia alimentaria son sólo parte de la erosión generalizada del mundo rural. Un curso prolongado y multidimensional de deterioro, degradación y desarticulación que por momentos se agudiza. Erosión en curso que de no rectificarse a tiempo nos llevará una crisis generalizada y terminal provocada por la combinación de múltiples conflagraciones puntuales estallando de manera simultánea y retroalimentándose. Veamos por separado algunas de las dimensiones de la debacle:
Todas las facetas del desbarajuste en curso son alarmantes pero la más grave es la erosión de las estrategias productivas de solidaridad intergeneracional, con las que ancestralmente los campesinos han buscado asegurar el futuro de familias y comunidades. Sometidos casi por definición a la incertidumbre climática, sanitaria y económica, los rústicos toman siempre muy en cuenta el largo plazo mediante estrategias productivas que, en las buenas y en las malas, garanticen la preservación de la colectividad. Lo que incluye la permanente preocupación por incrementar su patrimonio productivo: natural, técnico, económico y humano. Esta visión de futuro, que no rechaza la innovación pero es básicamente conservadora por cuanto busca evitar riesgos en los que se ponga en peligro la continuidad del núcleo familiar o comunitario, está hoy en un serio predicamento por la deserción física y espiritual de los jóvenes rurales. Fractura generacional que se manifiesta en la tendencia creciente a destinar las remesas que envían los migrados no al patrimonio productivo sino a bienes de consumo duraderos como la vivienda. Por primera vez de manera generalizada las familias rurales mexicanas están reduciendo el horizonte de sus previsiones a una generación, poniendo en severo riesgo el siguiente eslabón de la cadena que conforma la milenaria historia campesina. Algunos lo ven como mal menor pues el campo cuenta poco en el México del tercer milenio. Y es que en los años recientes la aportación del sector agropecuario al valor de la producción nacional ha sido de alrededor de cuatro por ciento ¿Por qué alarmarse, dicen, ante el desfondamiento de una actividad que genera apenas cuatro de cada cien pesos del Producto Interno Bruto (PIB)? Pero sucede que si bien sólo el cuatro por ciento del PIB es agropecuario, el agro aún emplea al 16 por ciento de la población económicamente activa, y 23 por ciento de los mexicanos sigue viviendo en el medio rural. Es decir que la importancia del campo en el empleo es cuatro veces mayor que su peso en el valor de la producción y sigue siendo el lugar de residencia de uno de cada cuatro compatriotas. Pero aun esta ponderación es injusta porque la producción económica del agro, en términos de PIB poco relevante, incluye los alimentos, bienes fundamentales cuando la escasez y la carestía de los básicos provocan hambrunas. Además de que, si bien menos de dos de cada diez puestos de trabajo son agropecuarios, éstos se emplean en labores directamente vinculadas con la reproducción social de la naturaleza de modo que se trata del eslabón decisivo en la cadena que vincula a la sociedad con el medioambiente, nexo fundamental en tiempos de deterioro ecológico y crisis climática. El campo, que los tecnócratas consideran económicamente insignificante, nos aporta alimentos pero también aire fresco, tierra fértil, agua pura, clima benigno, diversidad de especies, paisajes amables... Dones impagables que algunos han querido transformar en “servicios ambientales” a los que se de precio en el mercado, cuando en verdad son las inapreciables premisas de la vida. Sólo uno de cada cuatro mexicanos habita en poblaciones de dos mil 500 habitantes o menos, pero esta socialidad rural, en estrecha simbiosis con la urbana, hace de nosotros una colectividad: un modo específico de convivencia. Y es que el campo es fuente nutricia de nuestra diversidad cultural, una pluralidad lingüística, pero también plástica, ornamental, musical, canora, dancística, festiva, arquitectónica, indumentaria, culinaria y espirituosa. Del campo nos vienen modos de ser que nos dotan de identidad y se reproducen en las ciudades. Nuestro imaginario colectivo huele a campo, pero también en el ámbito del conocimiento y la tecnología el aporte del agro es invaluable. Saberes y haceres heredados pero vivos, imprescindibles cuando la homogeneidad tecnológica propia del capitalismo muestra el cobre y nos urgen modos alternos de intervenir la realidad, formas virtuosas de humanizar la naturaleza como la holista, biodiversa y sustentable milpa. La palabra política viene de polis y remite a lo urbano. Pero en México como en otros países latinoamericanos, algunas de las propuestas más sugerentes para renovar nuestra anquilosada civilidad vienen las añejas experiencias rurales de los pueblos indios. Sin olvidar que somos porque fuimos y salvo las páginas más recientes, el libro de nuestra historia se escribió en el campo y es obra del México agrario que éramos, que de algún modo aún somos y que debemos seguir siendo si es que queremos tener futuro, pues la idea de que puede haber sociedades puramente urbanoindustriales es un peligroso espejismo. |