recedido por un alud propagandístico sobre sus logros y magnas intenciones, el señor Calderón volvió a organizarse un selectivo informe a la nación. Dicho acto, y el concomitante mensaje personal, resultó una defensa a ultranza de su belicosa postura contra el narcotráfico. A los demás temas les dedicó la otra mitad del tiempo en su, pretendidamente, esforzado y firme discurso. Escala de prioridades que refleja las urgencias para dejar algún rastro defendible de su gestión. Tarea en la que ha sido sujeto, repetidamente, a fuerte crítica opositora y amplia controversia. Pocos, si existen en verdad, lo han escuchado con beneplácito. El resto de los comentarios ha transcurrido, de lo negativo para con sus alegatos, a lo insustancial de sus pretensiones de presentarse como fiero timonel en medio de adversidades ajenas. La mayoría, en cambio, vio un Calderón sitiado, abrumado por la ingobernabilidad, rijoso y empeñado en seguir, hasta el último día de su periodo, atado a esa su decisión original que ya ha costado decenas de miles de vidas.
La campaña publicitaria previa fue, en verdad, intensa hasta rayar en lo desquiciante. A las miles de cápsulas informativas, a manera de espots, que fueron lanzadas al aire en todas las estaciones de radio y de televisión del país habría que añadir las prolongadas y repetidas entrevistas concedidas (o solicitadas) a diversos conductores de medios. La prensa escrita también fue utilizada, aunque en mucha menor proporción. Del costo no se informará pero, con seguridad, alcanzará varios cientos de millones de pesos, tal vez bastante más que eso. El centro de tal derroche lo ocupó el Seguro Popular, el barco insignia de sus mentidos alcances en el bienestar colectivo. Programa diseñado para evitar, para saltar, para disfrazar la actual incapacidad gubernamental de cumplir –atendiendo a la infraestructura vigente– con el explícito mandato constitucional: la obligación de prestar servicios de salud a quien lo requiera.
El señor Calderón, sin duda, tiene la ilusión de repetir la experiencia que, auspiciada por su antecesor (Fox), le permitió salir del agujero en el que su candidatura se encontraba a finales de 2005 y principios de 2006. Era, en efecto y merecidamente, el colero de la contienda. La intensa glorificación foxista de programas de corte social (vivienda, Seguro Popular, Oportunidades y otros) hizo el costoso milagro de auparlo. Fox y su costosísima cuan tramposa difusión de vacíos, o de plano inexistentes, programas sociales, inyectó la mermada imagen de una administración panista plagada de vaivenes, rencores, frívola, ineficaz y con errores al por mayor. Imagen artificiosamente inflada que auxilió, en los meses previos a la cuestionada elección, la candidatura del señor Calderón. El TEPJF de esos aciagos tiempos no se atrevió a anular el proceso completo, tal como lo exigía su propia jurisprudencia. Todo quedó en una interesada amonestación: el presidente puso en riesgo la elección, concluyeron temerosos los ministros.
En buena parte lo que ahora hizo el señor Calderón obedece a esas dos pretensiones ya probadas con anterioridad. Una, para prestigiarse a él mismo y justificar, desde la virtualidad, su accionar ante la pequeña historia del panismo en el poder. La otra para dar un empujón al heredero de esa grey panista que ha quedado atrapada en el pasmo, la corrupción, el mediano talento y la hipocresía. Así, el contraste entre lo que se prefiguró, tanto en el mensaje enviado como en el profuso despliegue difusivo que ya prolongan con desmesura, respecto a la realidad circundante, es mayúsculo. Fuera del majestuoso recinto del Museo de Antropología, usado para enmarcar tan insulso espectáculo, las circunstancias en que se debate la República son de gravedad insoslayable. Lejos quedaron, según un recuento hecho desde el oficialismo (Coneval), los muchos millones de nuevos pobres o, desde otra perspectiva igual de cruenta, ese 70 por ciento del total de mexicanos que sufren una o más carencias básicas. Además, por todos lados corre un airecillo, con ráfagas dolientes y de muerte, que cala hondo pues proviene de esa violencia ensangrentada que espanta a todos los que por aquí se empeñan en sus quehaceres cotidianos. Ya nada escapa al desasosiego generalizado. Enormes porciones del territorio nacional han sido sustraídas al control del Estado por parte del crimen organizado. En ellos, tal como lo afirmara hasta un capitoste de la iniciativa privada regiomontana, no se ha caído más hondo en el actual desbarajuste porque así lo impiden los propios criminales.
La administración del señor Calderón, como antes la del vaquero guanajuatense, ha contado con un enorme caudal de recursos para financiar con holgura sus programas. Han, también, incurrido en similares derroches, deuda pública desbocada y exigua obra pública. El bienestar del pueblo sigue cojeando por varios de sus lados, la educación en primerísimo lugar. La mancuerna que ambos han hecho con la lideresa sindical (EEG) ha resultado costoso experimento. El crecimiento económico prometido en sendos como repetidos discursos ha quedado en simples arranques y quiebres que, al final, muestra índices raquíticos, los peores de la inhumana época neoliberal. Es por ello que el señor Calderón quiere, una vez más, ensayar un salto al vacío. En esta ocasión no soltó, por cierto pudor acaso, uno más de sus famosos decálogos de acción futura. Hoy se ha refugiado en la oferta de las televisoras para tratar de confundir al mayor segmento posible de mexicanos. Algo ha logrado en su intentona, es cierto, pero también mucho se le ha salido de control y quedará como remanente a la hora del recuento de votos.