os otros países latinoamericanos no piden visa de ingreso a los ciudadanos mexicanos, pero el gobierno de México la exige a los naturales del resto de Latinoamérica. En Colombia, Ecuador, Chile, Honduras y Nicaragua, por ejemplo, uno presenta su pasaporte verde oscuro con el águila y la serpiente estampadas en dorado, y las autoridades migratorias le dicen: pase
. Y si uno da a conocer verbalmente su nacionalidad entre la gente llana, suele recibir expresiones de hospitalidad y de cordialidad, pero también de preocupación ante el trance por el que atraviesa el país en los tiempos actuales. Nadie mira a los mexicanos con ojos de sospecha, por más que seamos paisanos del Chapo, de Calderón o del Pozolero.
Pero qué diferentes son las cosas cuando un centro o sudamericano desembarca en un aeropuerto de México, y desde antes, es decir, cuando alguien, en cualquier país situado al sur del Suchiate, va a un consulado mexicano a pedir una visa: el infortunado tiene que demostrar solvencia, estabilidad laboral, bonanza inmobiliaria, arraigo familiar. A pesar de todos esos requisitos, algunos logran llegar a nuestro territorio con papeles en orden, pero eso no los exime de las revisiones humillantes, de los interrogatorios, de la mirada puesta en modo de sospecha automática.
La autoridad migratoria mexicana siempre ha tenido la mano pesada, pero hasta hace unas décadas esa dureza guardaba alguna relación con las preocupaciones por la seguridad nacional y por tener a los extranjeros en territorio nacional al alcance de la mano de la autoridad. Hoy en día la preocupación es, descaradamente, por la seguridad nacional de Estados Unidos, o por lo que Washington dice que es su seguridad nacional, y en paralelo con esa entrega de la soberanía migratoria se ha producido otra: la transferencia de la institución migratoria a las redes vernáculas de corrupción y extorsión.
Pero buena parte de quienes ingresan a México procedentes de otras naciones latinoamericanas (¿la mayoría?) lo hacen sin visa y les va mucho peor: no se enfrentan a la prepotencia humillante de los agentes de Migración y de Aduana de los aeropuertos y fronteras terrestres, para quienes todo centro o sudamericano es un narco o un mara potencial, sino a las mismas delincuencias, gubernamentales o privadas, que se encarnizan contra los nacionales, y que extorsionan, violan, secuestran, mutilan y asesinan. Si fuera por la violencia, el descontrol y la corrupción imperantes en el país, tendríamos que ser nosotros los requeridos de visa, y sometidos a estrictos controles de ingreso.
El grupo gobernante ha ido estableciendo con Washington pactos para funcionar como el perro guardián de las fronteras estadunidenses, y ha configurado, con asistencia
gringa, una política migratoria monstruosa y contraria a la pertenencia natural de México al ámbito latinoamericano.
La gente en el resto de América Latina sabe que los mexicanos, en su inmensa mayoría, no somos responsables por los crímenes contra migrantes en México, y sabe también que somos víctimas de los mismos poderes delictivos que afectan a los extranjeros. Pero eso no nos da margen para guardar silencio ni para hacernos los tontos ante una política migratoria que, reformas legales aparte, sigue criminalizando, en el territorio nacional, a los viajeros indocumentados.
El proyecto por un nuevo país debe incluir el libre tránsito universal de personas y la solidaridad y la reciprocidad con las otras naciones de Latinoamérica. De otro modo, empezaremos a ser vistos –y con razón– como corresponsables de la desprotección y el desamparo de los migrantes extranjeros en México.
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