olamente en Estados Unidos. Sólo allí puede ocurrir. Éste es el lema oficial de Don King, uno de los más singulares personajes que ha dado esa tierra de promisión y asombros cuya Meca es Las Vegas, el Disneyworld de los viciosos, los ingenuos y las peleas estelares de boxeo. El vasto país de leyenda, donde todo se convierte en un espectáculo rentable: desde los concursos de belleza a las carreras de perros, y donde los personajes más extravagantes encienden sus cigarros habanos con billetes de cien dólares, obtenidos del latrocinio, no de los árboles, y se pasean en limusinas de media cuadra de largo. La tierra de los excéntricos despiadados y descarados que no sólo adoran al becerro de oro, sino que lo degüellan, al fin y al cabo son dueños de rebaños enteros de ellos.
Nicaragua se vio honrada hace poco con la visita de Don King, recibido con honores de Estado que incluyeron una abundante escolta policial. Es un personaje que parece sacado de los viejos álbumes de Phineas Taylor Barnum, empresario de El Museo de los Seres Increíbles, que luego dio paso al Circo Barnum, y creador de esa idea de Estados Unidos como una galería de rarezas dignas de ser exhibidas, sirenas disecadas, enanos de medio metro, mujeres barbudas, siameses bailarines y, como Don King, promotores de boxeo con el pelo parado, como si nunca terminaran de salir del susto que les causa la idea de caer del pedestal de barro de su propia grandeza.
Del aeropuerto lo llevaron a exhibirse en una tarima instalada al paso de la diminuta imagen de Santo Domingo Guzmán, cuya fiesta patronal celebraba la ciudad de Managua ese día, y mientras el santo era zarandeado en su peana enflorada como todos los años, en medio de un ambiente de carnaval, que no quita nada a la devoción, Don King empuñaba con una mano una banderita del partido en el poder, y con la otra enseñaba dos dedos, porque el número dos es el número de la casilla electoral del partido en el poder. Es que estamos en campaña electoral. Un colorido acto de proselitismo político en una procesión religiosa, para nada extraño tratándose de él. Qué no haría por hacer crecer su hato de becerros de oro, ahora tan disminuido.
Además de su proverbial cabello erizado de susto, hebra por hebra, lucía su típico atuendo circense, una chaqueta que a primera vista parece estampada con un cielo celeste de nubes blancas, adornado con estrellas muy gordas, pero que al final del examen uno descubre, al fijarse en las barras rojas que adornan los faldones, que se trata de la bandera de Estados Unidos, en la que también hay medallones con su propio retrato. Only in America alguien puede vestirse así, sin contar con la corbata, cuyo escrutinio me parece más complicado, llena de símbolos que lucen como sellos, o escudos, pero me estorba la tarea la escultura que cuelga de su cuello, y que parece ser una reproducción en miniatura de la Estatua de la Libertad, con su pedestal y todo.
No cabe duda. Tiene los méritos suficientes para ser parte de ese Museo de los Seres Increíbles, que es mucho más que el Salón de la Fama del deporte del boxeo, al que se ha dedicado toda la vida montando peleas en los escenarios más extraños, y más rentables, baste mencionar la de 1974, por el campeonato mundial de los pesos pesados entre Muhammad Alí y George Foreman, en Kinshasa, capital de Zaire, por la que recibió 10 millones de dólares del presidente Mobutu Sese Seko Kuku Ngbendu wa za Banga, quien, si por él hubiera sido seguiría como presidente vitalicio, dueño, además, de los títulos que él mismo se había otorgado: Padre Amantísimo de la Patria, Guía de la Nación, Faro de la Juventud. Igual que el Generalísimo Trujillo, igual que Papa Doc Duvalier, igual que el primer Somoza, y que el último, que se hacía llamar Huracán de la Paz. También montó otra en Manila, en 1975, entre Alí y Joe Frazier, cuando reinaban allí el dictador Ferdinando Marcos y su esposa Imelda, dueña de la colección de zapatos más grande del mundo.
Pero aquellos fueron sus momentos de mayor gloria. Ahora da la impresión de ser uno de esos comediantes un día dueños de los grandes escenarios, y que luego, ya viejos, tienen que subir a los tablados de provincia, lejanos a los reflectores, como éste de la procesión de Santo Domingo, entre promesantes que bailan con fe y borrachos que beben con sed bajo un sol calcinante. De todos modos, vino a Nicaragua porque quiere montar aquí una pelea. Todavía le quedan arrestos.
Las estrellas que un día manejó, como Alí, Foreman, Frazier, Sugar Ray Robinson, Mike Tyson, ya no existen, o se le fueron para siempre de las manos. Todos se le rebelaron. Tyson lo demandó por estafa en cien millones de dólares; Alí por más de un millón de dólares.
Y son incontables sus muertes y daños, habrá dicho, suspirando, Rubén Darío, desde su pedestal, al ver pasar la caravana del visitante ilustre que acudía a una entrevista oficial con el presidente Ortega en la Casa de los Pueblos, vecina a la estatua del bardo.
En 1992, una comisión del Senado de Estados Unidos lo investigó por sus lazos con el capo de la mafia John Gotti. Ya había matado de un balazo por la espalda a un hombre llamado Hillary Brown, cuando trataba de robar uno de sus casinos de juego, y luego mató a golpes y patadas a otro, Sam Garrett, porque le debía 600 dólares.
Durante la ceremonia en la Casa de los Pueblos, el inefable Don King dijo: “he humillado mi corazón ante el presidente Daniel Ortega… cuando me siento acá esta noche a la par de los Campeones y el Hacedor de Campeones, mi corazón se regocija...”. A su vez, el presidente llamó al huésped de honor, mensajero del deporte y de la paz
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En 1998 la serie de televisión South Park presentó un episodio en el que Jesús y Satán se enfrentan en una pelea de boxeo para decidir el conflicto eterno entre el bien y el mal. No se apuren en adivinar. Quien representaba a Satán, con guantes y todo, era Don King.
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