Opinión
Ver día anteriorDomingo 21 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tontería global
T

odos tenemos derecho a preguntarnos sobre lo que sigue, sobre lo que va a pasar, de continuar el mundo esta danza al borde del precipicio sin tomar en cuenta que, al hacerlo, simplemente corre el riesgo de desbarrancarse. Pero lo que puede pasar no podrá siquiera adivinarse si antes no nos preguntamos por lo que pasó, por lo que nos trajo a esta bailada que puede ser siniestra, cuando no trágica, para la economía mundial y sus componentes, así como para quienes la sufren y a la vez la hacen posible.

Lo que ocurrió forma parte de la gran narrativa con que se quiso sustituir todas las grandes narrativas que hicieron del siglo XX un polvorín atómico, un conflicto estructural no sólo irresuelto sino cada vez más enconado y diversificado por la irrupción del mundo árabe, las sucesivas tormentas petroleras orquestadas por los grandes productores y usufructuadas por la Alta Finanza y las grandes firmas multinacionales de la energía y, en el colmo de las ironías de la historia, por la implosión de la URSS y la irrupción de nuevas y aguerridas naciones reclamantes de libertad y pan así como de un lugar en el concierto internacional que emergía después del fin de la guerra fría. Se dice rápido y ocurrió rápido si lo medimos en términos históricos, pero el reacomodo imaginado no tuvo lugar, o se ha desplegado de forma lenta y desigual y traído consigo nuevas y agudas tendencias a la inestabilidad económica, financiera y geopolítica, supuestamente destinadas a dar lugar a un nuevo y mejor orden mundial: el de la globalización del mercado único y la finanza prometeica, así como de la democracia representativa de alcance planetario, en que habría de fincarse la paz eterna de Kant.

Este magno relato, destinado a sustituir para siempre a los que nacieron con la modernidad capitalista, llevó a festinar el fin de la historia, el advenimiento del mundo plano y el reino de los mercados eficientes y autorregulados. Todo esto, además, demostraría la redundancia de los estados y la futilidad de toda intervención en la vida económica y social.

A su manera, primero con arrogancia y luego con despecho, hasta llegar al desparpajo ranchero imitador del hombre de Marlboro, los gobernantes mexicanos se aferraron a esas narraciones hasta hacerlas suyas, para así poder unirse al gran festejo globalizador de fin de siglo. A la manera de la Belle Èpoque de fines del siglo XIX, el baile duró hasta la madrugada pero luego vino la resaca, hubo que recoger los platos rotos y los manteles sucios, y el mundo y nosotros con él entramos de lleno en la temporada gris, moteada de negro, abierta después del gran susto de 2009.

El mantra de la recuperación casi instantánea, que legitimaría la continuidad de la dictadura financiera global, no causó sino estragos y llenó de confusión y agresividad a la política, llevando el debate sobre la crisis a un reduccionismo bárbaro. Hoy, esta barahúnda amenaza con ahogar la deliberación democrática y, con sus ajustes draconianos, provocar grandes caídas en el nivel de vida de las sociedades avanzadas, calamidades sin fin en los países pobres y nuevos desvelos en los orgullosos centros emergentes, acosados por la inestabilidad comercial y financiera mundial, así como por el reclamo democrático de sus ciudadanías, que no entienden eso de que la democracia no tiene que ver con la economía o el reparto de sus frutos.

La globalización y sus crisis han hecho evidente que la convivencia de la democracia con la apertura es siempre difícil e incierta; que el cumplimiento estricto de sus recetas para el ajuste puede llevar no sólo a una crisis de la democracia, sino a enormes crisis sociales de las que puede emerger un discurso abiertamente enemigo de la globalización y sus criterios, pretendidamente únicos de evaluación del desempeño. Es decir, que el triángulo central de todo el edificio globalista: democracia representativa, mercado único y estabilidad social, sustentado en el consumo planetario, puede verse entrampado en paradojas difíciles de asimilar y, todavía más, de sobrellevar tranquilamente, mientras pasa la tormenta y las aguas vuelven a su nivel.

La renuncia a derechos tan largamente tenidos que son vistos y sentidos por las masas como naturales, propios de todo ser humano; la exigencia de aceptación del privilegio como un costo ineludible de la modernización de alta densidad; la resignación, que se pide gozosa, ante el secuestro de la política económica por parte de reducidos grupos de financieros, tecnócratas y banqueros centrales; la negación, incluso violenta, de la actitud cosmopolita de las sociedades ricas, que reclaman garantías y derechos como exclusivos de sus ciudadanos ante la oleada migratoria convocada por el carnaval globalizante, conforman un inventario de agravios que el más de lo mismo pero con menos que hoy ofrecen los gobernantes y las constelaciones de poder financiero lleva a ahondar el malestar y distorsionar las discusiones. Así, sólo queda cancelar la política normal para plantear situaciones de excepción, estados de sitio nada ficticios e iniciativas autoritarias para cambios de régimen que socaven la convivencia republicana alcanzada y busquen el camino más corto, que acaba por ser el más costoso y destructivo.

La perspectiva, entonces, son el lento crecimiento y la progresiva corrosión de los mecanismos protectores y promotores del Estado de bienestar. Pero, de afirmarse como horizonte único e ineludible este cuasi estancamiento, se legitima y justifica con gran fuerza la necesidad de mayor protección y derechos y no menos; más Estado de bienestar y no menos. Lo pertinente no es proclamar lo insostenible de dichos estados sino su necesidad vital, porque en ello nos va, sin hipérbole, la vida en sociedad y con naturaleza viva.

El Congreso debería declararse en sesión permanente para estudiar la crisis y sus posibles derivaciones, así como los instrumentos necesarios para evitar un descalabro mayor al que sufrimos hace apenas dos años. La deuda o el déficit, de no inscribirse en esta reflexión de emergencia, solamente serán supercherías y mistificaciones, explicables por el atraso político y el retraso mental.

Los profetas de este patético giro regresivo, inspirados en lo peor de la derecha internacional asentada en Estados Unidos, ahora acompañada por Cameron y los suyos en el Reino Unido, no deberían poder ir muy lejos en un país cruzado por la desigualdad y la pobreza. Toca a la política democrática que quede sacar fuerzas de flaquezas y cerrar ya el paso a tanta tontería.