ara quienes todavía aprendimos a leer en libros resulta extraño que ahora todo se lea en imagen, incluso las páginas de libros y cuadernos de notas. Ya quedó establecido un canal único entre la persona y la materialización visible de las palabras escritas o descifradas: la punta de los dedos. Es allí, y en las retinas, donde terminamos corporalmente y comienza la otra cosa, que aunque persistimos en llamarla página, sucede en y tiene la lógica de una pantalla. La relación física con lo que leemos, subrayamos, corregimos, anotamos y memorizamos pasó de manuscrita a digital (en su sentido primario: donde ponen su huella los dedos en la promiscuidad del tablero de contacto).
Uno de los oficios condenados a desempleo terminal es el de grafólogo. Ya ninguna comandancia de policía necesita uno; tampoco los estudiosos del carácter a través de la letra. Algunos grafólogos habrán trasmigrado a una suerte de analistas del hipertexto; la mayoría se aburre perdiendo el tiempo con revistas de crucigramas o mirando la televisión. Respecto de los caligrafistas, los actuales programas computacionales de caligrafía son formidables, y quedan al alcance de cualquier tullido. La capacidad manual hoy está hecha de otro material, y la inspiración se paga con tarjeta de crédito.
Lo único que necesitamos es mirar. En el proceso, típicamente moderno, de esta digitalización
de la escritura, estuvo antes la mecanografía decimonónica, iniciada por aquellas máquinas Remington de fierro que funcionaban con el principio de las pistolas. Les iban bien a los detectives, los reporteros y los escritores de acción, todo testosterona ellos, estilo Papá Hemingway. Pero aún él, a su manera poeta, escribía primero a mano. Y lo que es peor, con lápiz. Y de pie. Al menos eso contó en su entrevista a la Paris Review. Podemos no creerle.
Ya cuál romanticismo se puede atribuir a la hoja manuscrita, a las cartas con un sólo destinatario, a los originales
. Hasta un título virreinal o los códices en papel amate pueden muy bien ser digitalizados y autentificados. El resto es Google, eBook, whatever.
Pero, escribió Carlos Pellicer, la sangre es fiel y es manuscrita
. Existía una conexión ancestral entre la sangre y la tinta, que tuvo su antecedente en bruto con la tiza, la piedra roja, los primeros cinceles en el año del caldo.
Nunca antes como ahora fueron lo mismo escribir y componer la página, al fin de cuentas sólo dos de los pasos en la cadena de producción de un texto, donde también la rifaban impresión, distribución, comercialización. Esos fueron los días. Y más antes, ni eso.
La primera impresora fue el amanuense, la mano que era dictada en la aurora de la segunda persona del singular. Hoy nos comunicamos con la tercera persona del plural mediante súbitos e instantáneos beats, tuits, bits, que se plasman allá automáticamente desde nuestro evolucionado pulgar, con la pequeña ayuda de los dedos supernumerarios. Ya los jóvenes nacen con ese chip integrado al ADN. En Japón lo andaban corroborando cuando les cayó el tsunami, pero sobran indicios de que la evolución no se detiene. Lo que dure.
¿Se dicen
igual la mano que mana tinta, y las puntas de dedos que envían señales nerviosas a interactuar en un universo vasto y saturado, compactado en pantallas más chicas que la palma de la mano? A lo mejor sí.
La lectura manual (por así llamarla), la única viable en el pasado, y la escritura instantánea de hoy (solía ser lenta, aún la taquigráfica) marcan una de las medidas de la mutación en curso de la perceptibilidad humana y sus herramientas de comunicación.
Pero como han mostrado las sucesivas formas de la rebeldía global aupadas en Internet, Facebook, leaks y yutubazos, la sangre y el corazón siguen allí, palpitando porque se puede. El pensamiento tiene alas, la palabra sobrenavega las trasformaciones. Aún en tiempos de predominio de lo visual y lo parenteral, las palabras aspiran a sobrevivir a esa intrincada sintaxis que imponen las imágenes en metamorfosis continua, cuando cualquier narración transcurre a paso de videojuego con su ruidosa manera de ser silencio.
En el siglo XXI las palabras piensan solas, y lo hacen más rápido que nosotros. Las palabras escritas eran el andar a pie de las manos. Pero los caminos han cambiado tanto.