l fondo de la avenida, entre el bosque frondoso, que va de la reja en hierro forjado a las varias construcciones de la Fundación Juan Soriano-Marek Keller, en Polonia, se ve desde lejos la escultura de un toro en bronce verde de Juan. El imponente animal descansa recostado pero vigilante: ningún visitante podría escapar a su mirada. En el trayecto, al lado, una arena donde un toro negro, de una tonelada, se prepara a embestir al torero que le da cita en la plaza.
Marek me dice: el jardín escultórico está dedicado en exclusividad a Soriano. Sin embargo, en la galería, frente a la cual pasamos para llegar a la puerta trasera de la casa, decidió exponer a otros artistas de México, amigos fieles a Juan, y de Polonia. En 2010: Jorge González y Xawery Wolski. Este año: Felguérez, presente ahora, Emilio Payán en preparación. Tengo la suerte de llegar antes de que se levante la exposición de obras recientes de Manuel Felguérez. Del auto, entreveo algunos óleos y esculturas. Reconozco de inmediato la mano de Manuel.
Después de recorrer el jardín escultórico del antiguo dominio señorial, entré a la galería, un antiguo granero convertido en galería. Luminoso y aereado, su vastedad da el espacio necesario a la respiración de las obras expuestas.
Manuel Felguérez forma parte, para mí, de esos recuerdos que nos anteceden, que parecen estar ahí desde siempre, de los cuales nos apropiamos sin darnos cuenta, si no son más bien ellos los que se apropian de nuestra memoria, situados en ese tiempo sin tiempo sobre el que Víctor Hugo exclama con asombro, la eternidad futura, extraño misterio, la eternidad pasada, misterio aún más extraño
. Así, miro sus recientes obras como algo ya conocido. Algo que ya estaba ahí, en el espacio de lo imaginario y que, por tanto ya no puede dejar de ser.
Mirar esta exposición, obras de 1996 a 2010, en un lugar tan inusitado como es la Fundación en las cercanías de Varsovia, lejos México, da una dimensión diferente a los óleos, a las litografías, a las esculturas, e incluso a las fotos de las construcciones monumentales, sobre todo la del Muro de Calaveras
situado en el Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México. Entre la pintura de Felguérez y su obra escultórica se abren los misteriosos caminos que unen deconstrucción y construcción. Descomposición y composición. En Varsovia, la destrucción está íntimamente unida a la reconstrucción, fenómenos presentes a cada paso, en cada pared. Imposible imaginar uno sin otro. El creador, el verdadero, es necesariamente un bárbaro inocente: forzado a destruir para construir. Felguérez, ¿no pertenece al grupo de artistas que se rebeló contra el dominio de los muralistas? No es posible, ante su obra, dejar de imaginar a Manuel como un niño curioso que destripa los relojes para ver el engranaje de su maquinaria y después, satisfecho, utiliza las piezas descompuestas de la orfebrería para construir algo nuevo, capaz de asombrarlo a sí mismo. En efecto, en la pintura de Felguérez se descompone al tiempo, otorgándole un sentido distinto, antes de construir, con sus esculturas, un tiempo que es volumen y espacio.
La exposición, que debía haberse presentado en París durante el anulado año de México en Francia
, fue salvada por Marek Keller, quien la llevó a la Fundación dedicada a Juan Soriano. Viaja ahora a Berlín antes de llegar a París, en septiembre, donde se presentará a pesar de las controversias diversas ajenas al arte.
Por la noche, Marek recibe a Claude Picasso y a un grupo de amigos que desean conocer la obra de Soriano. Después de la cena, Claude escribe unas líneas en lo alto de una página del libro de oro y, en unos segundos, pinta un toro, la lengua de fuera, con una de las frambuesas del postre. Luego mete su dedo en mi cenicero y le da la mirada del toro cuando embiste. Doble homenaje: a Pablo Picasso y a Juan Soriano. La semejanza con su padre es también doble: de su rostro, de su gesto, su trazo, al pintar.