na tragedia humana nos sacude e incita a pensar en la muerte. Anders Behring Breivik, un hitlercito
omnipotente, enfermo de grave y cruel narcisismo maligno, masacró a 76 personas inocentes a las que envió al infierno
en la pacífica y democrática Noruega, ejemplo de país que espera evitar que la máxima de Violencia engendra violencia
desaparezca.
Pero, ¿qué es en realidad lo que orilla a un ser humano a ejercer la máxima violencia sobre sus semejantes? ¿Cuál sería la diferencia entre la muerte por homicidio y el homicidio masivo? ¿Qué historia previa coloca a un individuo en el lugar del homicida y a otro en el de víctima? ¿Qué nos mueve la muerte de los semejantes? ¿Qué sabemos de la muerte?
Convendría aquí reflexionar con Levinas el asunto de la muerte. Ésta es la separación irremediable, la descomposición, la no respuesta, la concretización de la ausencia. La experiencia de una muerte que no es la mía se relaciona conmigo en forma de alguien. La muerte de alguien no es, a pesar de lo que parezca a primera vista, una facultad empírica; no se agota allí, me toca, me traspasa, me trasciende, me inquieta, no puede serme ajena.
La muerte de otros que mueren afecta en mi propia identidad como responsable, identidad no sustancial, no simple coherencia de los diversos actos de identificación, sino formada por la responsabilidad inefable. El hecho de que me vea afectado por la muerte de otros constituye mi relación con su muerte. Constituye, en mi relación, en mi deferencia hacia alguien que ya no responde, mi culpabilidad: una culpabilidad de superviviente.
El morir, como morir del otro(s), afecta mi identidad como Yo, tiene sentido en su ruptura del Mismo, la ruptura de mi Yo, la ruptura del Mismo en mi Yo. La muerte, a su vez, como curación e impotencia; ambigüedad que señala, quizá, una dimensión de sentido distinta a aquella en la que la muerte se concibe en la alternativa ser-no ser… la muerte como enigma, como viaje sin retorno, pregunta sin datos, puro signo de interrogación.
Levinas se pregunta: ¿Acaso la relación con la muerte del prójimo no revela su sentido, no lo articula por la profundidad de la repercusión, del miedo que se siente ante la muerte de otros, ante mi propia muerte?
La masacre de jóvenes noruegos desborda la intención que parece satisfacer. Y la muerte indica un sentido que sorprende, como si el anonadamiento pudiera introducirse en un sentido que no se limita a la nada. La muerte es la lucha entre el discurso y su negación.
Quizás la muerte ejecutada o decretada se remite, en alguna forma, a ese doble juicio fundante (freudiano) en la simultaneidad de la atribución y la inexistencia, en un juego especular enloquecido entre víctima y victimario, entre la omnipotencia y el desamparo original, entre la alucinación y la realidad, en la búsqueda incesante de alcanzar aquello originario que se perdió, en ese velado juego de desplazamientos de ese objeto primigenio hacia los subrogados en la realidad exterior.
Aciago y trágico devenir de la existencia en la que transitamos como seres marcados por la contradicción en un escenario de doble fondo, siempre a cuestas con lo fantasmal deslizándolos por los márgenes, en la inquietud de ser y no ser. Infligir la muerte al semejante es matarse en aquel que nos devolvió algo (o nada) en la mirada. Finalmente, la única certeza pareciera ser que la muerte nos ronda y se esconde donde no tiene dónde.