no de los signos de identidad del escritor portugués José Saramago fue el estar siempre con los pobres. Conocía la pobreza. Su madre nunca aprendió siquiera a firmar y su abuela Josefa se atrevió a no querer morir y a ser feliz en un mundo cuya miseria era francamente infernal. Su familia fue de campesinos sin tierra.
Por no estar conforme con ese mundo, Saramago criticó a los aparatos de poder que multiplican miserables y concentran grandes fortunas en unas cuantas manos. Y por ese rasgo de identidad nunca lo abandonó otro: el padecer la censura.
Durante la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar, Saramago escribía crónicas costumbristas para reflejar el paso de los heraldos negros en la vida menuda de los portugueses. Y aunque había conocido una censura periodística más virulenta (lo echaron del Diario de noticias por razones políticas), en 1991 el gobierno laico de Portugal decidió vetar El evangelio según Jesucristo a un premio literario por ofender a los católicos
. Naturalmente el escándalo no sólo sacudió a Portugal sino al mundo entero. El Vaticano incluyó la novela de Saramago en su Index censor y se alzaron voces inquisitoriales por todas partes. Saramago dejó su país como protesta y se fue a vivir a la isla de Lanzarote.
Aunque han pasado más de 20 años de ese acto de barbarie, parece que la censura persiste en herramientas básicas de uso escolar: el famosísimo Pequeño Larousse ilustrado, en su edición de colección para celebrar sus cien años, consigna el nombre de José Saramago y el de algunas de sus obras más significativas, pero excluye su novela más conocida y leída: El evangelio según Jesucristo. ¿Alguno de los duendes que frecuentan las imprentas borraría ese título? Ojalá, sería terrible que una editorial con el prestigio de Larousse rigiera su código de ética con el Index Vaticano.
Hace unos días fue inaugurada por la traductora y periodista Pilar del Río, viuda de Saramago, la exposición La consistencia de los sueños. Sueños que son días, que son meses, que son años. Ante la ausencia del escritor los objetos hablan: sus plumas, sus fotografías, los titulares que provocaron sus declaraciones, su escritorio, su silla, sus cartas, sus libretas de apuntes, sus aforismos.
Una flor atrapada en una agenda marca el 14 de junio de 1986. El día en que José Saramago inicio su relación con Pilar del Río. El día en el que el azar dispuso que muriera Borges.
Seguramente en alguno de los libros críticos que ha generado la obra de José Saramago y que también se exhiben, se expliquen los principios literarios presentes en las columnas periodísticas del escritor portugués.
Por lo menos son evidentes en las cartas que dedica a su abuela Josefa y a su abuelo Jerónimo, el hombre más sabio del mundo, como lo llamó en su discurso del Premio Nobel. El abuelo con el que durmió de cuándo en cuándo debajo de una higuera. La abuela que dijo en la puerta de su casa mientras miraba las estrellas que era una lástima tener que morir siendo el mundo tan hermoso. Los viejos que guardaban en su cama a los cerdos pequeños en invierno para evitar su muerte por congelamiento. Sabios aunque no supieran leer ni escribir.
Aunque el novelista fue un crítico sistemático de los gobiernos neoliberales no dejó de ejercer la autocrítica. Si fue un comunista hormonal
, también fue uno de los mayores y más consistentes críticos de la izquierda: la izquierda no tiene ni puta idea del mundo en que vive
. La última palabra escrita en su blog, porque tenía uno para que cualquiera pudiera tomar sus textos libremente sin tener qué pagar, fue Mankel. Le agradecía su activismo político sin duda, a este escritor sueco de acción y reflexión que nos advirtió en sus textos desde hace tiempo con sus novelas negras donde vive el célebre inspector Wallander de las larvas fascistas que se incubaban en Suecia y la región nórdica, sitio del sueño democrático donde todo parecía perfecto hasta hace unos días.
La consistencia de los sueños
es la espuma de las horas de José Saramago, donde los objetos hablan, nos muestran las líneas de la mano de un escritor, de un poeta que no creyó en más inspiración que en el trabajo, que no le hizo falta Dios para practicar la generosidad y que sólo quiso, al final de sus días, volver a casa, volver a hacer lo que todos los días hacía, por el mero gusto de llevarlo a cabo. Los mil 600 objetos que se exhiben en el antiguo Colegio de San Ildefonso, disparan la imaginación, dan peso, volumen, consistencia a buena parte de los sueños de José Saramago.