La exposición revela el vínculo entre el pintor y la bailarina, su leit motiv constante
Hace más de 20 años que en GB no se dedicaba una exhibición entera al artista
La curadora, Nancy Ireson, recibió en préstamo una docena de pinturas y grabados de museos de EU y Francia
La presentación combina la brillantez y comprensión humana que hizo de él un excelso retratista
Lunes 18 de julio de 2011, p. 9
Londres. Si una exposición esperaba a ser investigada y presentada, era la muestra de retratos de la bailarina Jane Avril realizados por Henri de Toulouse-Lautrec. La mayoría de las exhibiciones de este excelso artista –y hace más de 20 años que no se dedicaba una enteramente a él en Gran Bretaña– lo presentan sobre todo como celebrante de la Belle Époque y su mundo de cafés, centros nocturnos y salones de baile. Lo fue, por supuesto, pero también era mucho más, y esta muestra la confirma en conmovedor detalle.
Jane Avril era delgada casi al punto de la anorexia. Dada a los movimientos bruscos y a las súbitas contracciones (la apodaban La Mélinite, por el nombre de un potente explosivo), era apasionada de la moda y favorita de los círculos intelectuales. También se volvió tema de una sucesión de retratos, grabados, carteles y estudios de Toulouse-Lautrec.
En cualquier norma, formaban una pareja poco común. Él era descendiente de una de las familias nobles del suroeste de Francia; en su juventud sufrió dos caídas al montar caballos que le dejaron cortas las piernas. Ella, era hija de una cortesana; huyó de su casa a los 13 años, fue tratada en un hospital siquiátrico, por lo que entonces se conocía como mal de San Vito, y luego se labró una carrera con un nombre inglés y un estilo de danza exultante que fue por completo creación suya.
Al parecer, no fueron amantes, y sería erróneo describir a Avril como musa
de Toulouse-Lautrec. Tuvieron una relación profesional entre iguales; lo que atrajo el uno al otro fue la sensación de ser diferentes de los demás, singulares por sus defectos.
Toulouse-Lautrec estaba fascinado por el mundo del espectáculo y el entretenimiento, desde los burdeles en los que pasaba el tiempo haciendo esbozos, hasta los salones de baile donde llegó a conocer y promover a los principales danzarines. Se le acusó de chovinismo y de cosas peores, pero, si bien tal vez usó los servicios de algunas prostitutas, no fue el sexo lo que lo atrajo hacia ellas.
En realidad, ya fuera por su propia rareza física o porque estaba en su naturaleza, sentía profundo interés y entendimiento por la forma en que hombres y mujeres se presentan ante el mundo. Ningún artista comprendió tanto como él que el atuendo, el maquillaje y los gestos forman parte del arsenal con el que una mujer hace frente al mundo.
Avril era la modelo perfecta de esto, pero también era, a su manera, un espíritu semejante. Su vida había sido dura; provenía de un hogar donde reinaba el abuso y pasó dos años en un hospital para enfermos mentales antes de que un caballero inglés la tomara como amante y le diera el nombre con el que fue conocida. El cabaret fue el medio por el cual se lanzó con decisión en pos del estrellato. Al igual que Toulouse-Lautrec, se sentía como una extraña, necesitada de una personalidad extravagante para causar impresión.
La exhibición en la galería Courtauld, de Londres, que abrió el 16 de junio y durará hasta el 18 de septiembre, está construida alrededor del retrato, propiedad de esa institución, en el que Jane Avril aparece a la entrada del Moulin Rouge. En colores oscuros, muestra a una bailarina llegando al trabajo. Viste con elegancia; lleva un gran sombrero de plumas y un bolso amarillo, y tiene la mirada concentrada y el rostro pálido y tenso de quien se prepara a la tarea que la espera. Es casi imposible creer que se trata de una mujer de poco más de 20 años, ya no se diga alguien que se gana el sustento en un arte tan extravagante como bailar cancán en un cabaret.
En realidad, Avril no era una bailarina extrovertida ni voluptuosa por naturaleza. Era su propia creación. Una y otra vez Toulouse-Lautrec captura, con infinito cuidado en el trabajo de pincel en torno a los ojos, la mirada de una mujer que ha vivido, que conoce el mundo y está decidida a mantenerse por encima de él.
La curadora de la muestra, Nancy Ireson, ha tenido la extraordinaria fortuna –y la persuasión– de recibir en préstamo una docena de pinturas y grabados de museos de Estados Unidos y Francia a los que sin duda intrigó el proyecto. El retrato de Avril que posee la galería está colocado en el extremo de un salón, y en el otro se colocó el cuadro llamado A la salida del Moulin Rouge, procedente de Hartford, Connecticut (Estados Unidos), y pintado en el mismo periodo. Al lado está un retrato en verdad extraordinario de Avril venido de Williamstown, esta vez de frente, con la capa apenas insinuada y otra vez un sombrero de estilo extravagante, pero con un gesto casi de reina, mientras los ojos desvían la mirada para evadir la intrusión.
Junto a la famosa litografía de Avril en el Jardín de París, que contribuyó a su fama, está un deslumbrante estudio en gouache para ese cartel –una brillante recreación de movimiento y propósito que pertenece a un coleccionista privado–, así como un boceto al óleo de Avril bailando, hecho en trazos veloces que ilustran con exactitud las peculiares contorsiones de su danza.
El centro del muro de retratos, sin embargo, es el lienzo En el Moulin Rouge, de gran formato. Avril está sentada de espaldas al espectador; Toulouse-Lautrec aparece al fondo, al lado su primo, de aspecto de jirafa; a la derecha está la bailarina inglesa May Milton, gran amiga de Jane y quien tal vez fue su amante.
Como composición, es devastadora. El barandal de madera de la esquina inferior izquierda produce una diagonal que pone en contrapunto al grupo formado por Avril y otros, y la vista es atraída hacia abajo por la figura de Milton. Avril está (de nuevo) separada del grupo de la mesa, mirando hacia abajo, mientras ellos se miran unos a otros en la conversación. El rojo del cabello de Avril conduce, por medio de su piel blanca y el blanco de la mesa, directamente a la cara muy maquillada de La Macaron, una bailarina, y luego hacia otra danzarina, La Goulue (La Glotona), que se ajusta el cabello, hasta que por fin la mirada se posa en el apenas iluminado rostro de Milton. Toda la vida, parece decir el lienzo, es cuestión de presentación, de artificio y actuación. Es allí donde Toulouse-Lautrec es más moderno: no en el estilo, sino en la comprensión.
Toulouse-Lautrec murió en 1901, a la edad de 36 años. Avril vivió hasta 1943; su matrimonio se arruinó cuando ella descubrió que su marido era travesti, y se quedó en el mundo del espectáculo. La galería Courtauld ha hecho grandes esfuerzos por rastrear información sobre ella, y en un salón adjunto a la galería principal se ha reunido gran cantidad de datos y fotos, entre ellos un cartel diseñado por Edvard Munch para la primera presentación en Francia de Peer Gynt, de Ibsen, donde ella aparece en el elenco, y una serie de juguetones dibujos a pluma de Picasso, que la muestran danzando en años posteriores.
Desde luego, Avril no fue la única mujer que atrajo el interés de Toulouse-Lautrec. Quien vaya al museo que lleva su nombre en Albi, su ciudad natal en Francia, verá su extraordinario estudio de Yvette Guilbert, así como sus bocetos de las prostitutas de la Rue des Moulins, o en esta exposición podrá contemplar el retrato La Goulue en el Moulin Rouge; así se dará cuenta de cómo lo deslumbraban las bailarinas de todo tipo. Pero Avril despertó en él una especial simpatía y perdurable fascinación. Son de notarse los diferentes estados de ánimo y atuendos que él captura en los distintos retratos.
Al concentrarse en esta relación en particular, la exhibición de la galería Courtauld produce la combinación exacta de brillantez y comprensión humana que hizo de Toulouse-Lautrec, un excelso retrato del ejecutante y de la máscara que todos presentamos al mundo.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya